Han pasado apenas 16 meses, muy poco tiempo, desde que se constituyó el actual Gobierno de Canarias a partir de un pacto de Coalición Canaria y el Partido Socialista Canario. Ambos fueron los partidos más votados en las elecciones autonómicas y, por tanto, a ambos les correspondía gobernar. Se puede decir que la constitución de este nuevo gobierno recuperó parte de una cierta esperanza aparcada por buena parte de la sociedad canaria en la anterior legislatura. El programa de Gobierno que presentaron como coalición resultaba en buena medida atractivo. Sobre todo se proponían, que no es poco, responder a los retos de la situación compleja y difícil que tenían que afrontar las Islas, estremecidas por la crisis, tocadas por las deficiencias financieras de un Estado de bienestar que comenzaba a resquebrajarse y con buena parte del empresariado maniatado por un laberinto burocrático.

Pero la hoja de ruta que se marcaron CC y PSC-PSOE en su programa de gobierno no se ha seguido, al menos, en los compromisos iniciales del pacto: dotar durante cuatro años de estabilidad, seguridad y solidez a un Gobierno de coalición basado en la confianza mutua con un equipo cohesionado. Ambos partidos, y el propio equipo de Gobierno también, son conscientes, y para eso no hace falta ser un adivino, de que esto no es así. Por un lado, algunos de los objetivos del programa de Gobierno eran tan ambiciosos como ambiguos, lo que ha llevado a que cada socio los haya ido interpretando y aplicando de forma distinta. Y por otro, pronto se puso en evidencia que los conflictos y tensiones internas -con un socialismo a la deriva huérfano de liderazgo, malherido por las puñaladas internas, y sin una identidad definida y un nacionalismo pendiente de una refundación, timorato en el saldo de las cuentas pendientes y lastrado por un pasado que aún no acaba de fenecer- se agudizaban cada día. El Gobierno navegaba, cuando no se dejaba llevar por las corrientes, pero sin rumbo definido en la ruta y las escalas.

A esta situación se sumaron otros factores exógenos que no han ayudado, más bien todo lo contrario, a apuntalar el pacto: los recursos han sido escasos y los ingresos insuficientes para cubrir las necesidades mínimas de las distintas consejerías y la negociación con el Estado, que podría haber contribuido a aliviar esta precariedad, se ha ido dilatando o aplazando ante las dificultades durante más de un año para formar gobierno en España. Y, así, el Gobierno de coalición CC-PSOE que se formó con aires de renovación, cambio y transformación se ha ido travistiendo en el gobierno de la impotencia, del hartazgo y la desmotivación, sin llegar siquiera a rozar el ecuador de la legislatura.

Los recursos del IGTE, sobre los que se creó tanta expectación, apenas dan para dar respuesta al cúmulo de necesidades. Y lo que inicialmente aparecía como una ayuda complementaria ha acabado por convertirse en la principal fuente de conflictos. Educación ha cifrado en 258 millones de euros su déficit de financiación; Sanidad en 350 millones; y el conjunto de las políticas económicas y de empleo en otros 400 millones anuales. Es decir, la política de recortes de los últimos años ha supuesto alrededor de 1.000 millones de déficit, que es justo lo que se trata de negociar ahora en la Agenda Canaria. Sin esa financiación, la Comunidad Autónoma de Canarias no podrá incorporarse al ciclo de la recuperación que ya se ha iniciado en toda España.

Es habitual que una sacudida de este tipo acuse toda clase de colisiones y miserias, personales y políticas, características del ejercicio del poder y, por lo tanto, del gobierno. Cada uno defiende sus intereses, cada vez con más cicatería, egoísmo y cortedad, cada cual tira para lo suyo y sálvese quien pueda, aunque al final todo acabe en que no se salva ninguno y acaban naufragando todos.

Así, estalló en primer lugar el debate sobre las inversiones en infraestructura, y en particular sobre las carreteras, donde están los difíciles equilibrios entre las tensiones insulares, los compromisos adquiridos, el reparto de buena parte del dinero encargado de actuar como catalizador de la economía, y, también, y no por eso menos importante, liderazgos y demostraciones de fuerza personales. Todo ello acabó derivando en un crispado enfrentamiento entre el Gobierno de Canarias -o más bien la consejería de Política Territorial- y el Cabildo de Tenerife. Y como siempre ocurre en esta tierra, terminó por entrar en la pelea también el Cabildo de Gran Canaria. Meses después la batalla continúa, porque no solo nadie le echa agua al fuego sino más bien cada vez son más quienes se esmeran en verter aún más leña.

A continuación se vivió otra crisis política muy peligrosa -por delicada, espinosa y sensible-, esta vez en relación con la escasez de recursos y el estado de la sanidad canaria. Los socios de gobierno se dieron desplantes, abofetearon descalificaciones y sacudieron improperios, lo que supuso un gran desgaste y una pérdida de credibilidad del Gobierno de Canarias ante la opinión pública. Y, por si fuera poco, para arreglar ya este cargado ambiente de rayos y truenos se recrudeció la guerra de tribus en varios ayuntamientos de Tenerife: mociones de censura, unas con éxi-to y otras frustradas por la rebelión de los grupos municipales contra las decisiones de las direcciones de sus partidos. El reflejo, evidente, de una crisis de autoridad en toda regla que pone en evidencia a los principales partidos de Canarias y sus respectivos liderazgos.

La situación ha llegado al esperpento con el reparto de los fondos del IGTE, que concluyó con el abandono del Consejo de Gobierno por parte de los consejeros socialistas. Más lejos no se puede llegar: la crisis ha tocado fondo. Queda patente que Canarias no puede soportar un estado de desgobierno como el que se está sufriendo. No se puede prolongar ni un día más.

Lo realmente grave es que este penoso espectáculo coincide en el tiempo con decisiones políticas que están teniendo lugar en el ámbito estatal que son decisivas para Canarias. Y que obligan al Gobierno autónomo a cohesionarse, hacerse fuerte y concentrarse en preparar los documentos que avalen sus razones y en desarrollar las estrategias necesarias para que esta negociación, que tendrá lugar a lo largo de 2017, sea un éxito para Canarias.

El 13 de diciembre se inicia en el Parlamento español la tramitación de la ley de reforma del Estatuto de Autonomía de Canarias. El procedimiento durará como mínimo seis meses y se desarrollará en paralelo a la reforma del Régimen Económico y Fiscal (REF). La combinación de estas dos reformas es esencial para la modernización e internacionalización de las Islas, para su adaptación a la nueva economía que han impuesto la globalización y la revolución tecnológica. En el próximo mes de enero se celebrará la Conferencia de Presidentes, que se va a convertir en el inicio de una complicada negociación sobre la financiación autonómica. Alcanzar una solución justa es de vida o muerte para Canarias, que se juega sus recursos para impulsar el gran proyecto educativo que necesita y un Servicio Canario de Salud suficientemente financiado para atender dignamente las necesidades de los ciudadanos del Archipiélago.

En enero se discutirán también los Presupuestos del Estado para 2017 y la posibilidad de recuperar los impuestos e inversiones perdidas en infraestructuras y empleo.

Estamos, pues, ante un año decisivo para Canarias. ¿A quién cabe en la cabeza que lo podamos perder porque los partidos canarios están inmersos en dirimir sus batallitas de poder en el seno de sus partido y del Gobierno de Canarias? Esta región se no puede permitir el lujo de la frivolidad y mezquindad de la que están haciendo gala nuestros dirigentes. No podemos desperdiciar ni un día más en el actual desgobierno. Mañana hay que empezar a gestionar este gobierno con rigor y austeridad en el gasto, eliminando todo lo superfluo. Y, al mismo tiempo, prepararse para que en 2017 Canarias pueda dar el salto histórico que no termina de dar y que tanto necesita.