Pocas actividades me resultan tan desesperantes como la de tener que explicar lo obvio. En ese sentido, una de mis obviedades de referencia es aquella que alude a la responsabilidad que ejercemos los padres sobre nuestros hijos (como mínimo, hasta que estos alcancen la mayoría de edad de dieciocho años). Pues bien, me sorprende que una realidad tan cristalina acarree tales discrepancias. Tal vez sea esa la razón por la que, cada vez que el juez Emilio Calatayud hace públicas algunas de sus opiniones, me sienta tan reforzada en mis planteamientos educativos. Todavía recuerdo cómo ilustraba a los asistentes a sus conferencias sobre qué hacer para convertir a un hijo en delincuente (a saber, concederle todo lo que pida, ahorrarle cualquier educación espiritual, no regañarle nunca, realizar todas sus tareas domésticas o ponerse de su parte en los conflictos con los profesores). Decía su Señoría que hoy en día ser padre e hijo se ha vuelto más difícil, al decantarnos por complacer a los niños en lugar de disciplinarlos.

Sirva esta breve aproximación para abordar el tan polémico tema de la conveniencia o no de espiar a nuestros hijos por su bien, ya que ha vuelto a ser el popular Juez de Menores de Granada quien ha puesto el dedo en la llaga y, de paso, ha dado de nuevo en el clavo. Con su habitual estilo directo y sin filtros, fruto a buen seguro de su demoledora experiencia profesional en el ámbito de la infancia problemática, defiende la idea de que los padres debemos violar la intimi-dad de nuestros hijos, tanto por su seguridad como por la nuestra (últimos responsables civiles de sus actos). Y, para reforzar su tesis, indica que el propio Tribunal Supremo, máximo órgano jurisdiccional de nuestro Estado de Derecho, ya ha antepuesto en una sentencia el interés superior del menor a su derecho a la intimidad en Internet. Porque si, por ejemplo, un niño está siendo víctima de acoso a través del móvil, sus progenitores tienen el deber de protegerle. Y, si para eso es preciso espiarle, habrá que hacerlo sin dudar.

Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado comparten igualmente la visión de Calatayud y en las numerosas charlas que imparten en colegios e institutos advierten a los alumnos de que han de permitir a los adultos revisar sus teléfonos, dado que se trata de una medida de prevención destinada a velar por su integridad. Asimismo, psicólogos de profesionalidad contrastada tampoco dudan a la hora de considerar que vigilar los dispositivos tecnológicos de los más pequeños no supone una violación de su intimidad, habida cuenta que los contenidos que manejan no suelen reservarlos a su esfera privada, sino que los elevan a la pública, perdiendo por el camino esa privacidad que reclaman.

Además, y aunque son exigencias que apenas se respetan, existen unas edades mínimas para poder acceder a las redes sociales, lo cual choca frontalmente con la puesta a disposición de móviles a chiquillos que no alcanzan siquiera los diez años. Por no hablar del preocupante fenómeno de la adicción, uno de cuyos rasgos principales se traduce en que lo primero que hacen al despertarse y lo último que hacen al acostarse es utilizar el aparato en cuestión. Más de un padre se quedaría de piedra si supiera la hora de desconexión de sus hijos a la red.

Naturalmente, tampoco faltan quienes consideran un despropósito este espionaje, convencidos de que no es la mejor táctica para generar un ambiente familiar saludable. Optan por otorgar un voto de confianza a los más jóvenes y eludir un permanente estado de recelo y aprensión. Sin duda una apuesta muy respetable pero, en mi opinión, demasiado arriesgada dadas las circunstancias. Coincidiendo con Emilio Calatayud, hago mío el famoso lema "mejor prevenir que curar", sobre todo si la seguridad de mis hijos está en juego.

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