El auge del populismo y, sobre todo, la reciente elección de Donald Trump como futuro presidente EE UU, han provocado una convulsión en el izquierdismo mundial. Todavía sin reponer del impacto, algunos de sus pensadores, especialmente los volcados con el estudio de la opinión pública y el flujo de la información, se han visto en la necesidad de replantearse determinados principios que, desde antiguo, forman parte del núcleo esencial de lo que se entiende por posturas de progreso, tanto en la representación de las clases más populares como en la educación. Una de las claves de la decantación de los votantes por los movimientos populistas ha sido el abierto rechazo a las élites, sean cuales sean, por considerarlas responsables de la crisis que ha asolado al globo en la última década. De tal manera que cualquier gesto o actitud que fuera tomado como propio de los miembros de aquéllas sería un indicio, claro y evidente, de desafección entre los posibles electores. Esta primera conclusión ha puesto en guardia a los intelectuales de la izquierda, poco dados a un perfil de reflexión que pase por cuestionar su línea de pensamiento, para ellos, algo así como la revelación de las Sagradas Escrituras.

El motivo de introspección de la izquierda europea, porque ha sido ella la que ha dado el paso adelante, es tratar de hallar el motivo por el cual los destinatarios de las medidas ejecutadas en pos de las mejoras sociales, consumadas por los gobiernos progresistas, resulta que ahora, a la vista de los comicios celebrados en ambas orillas del Atlántico, muestran un inusitado fervor por la grandilocuencia populista. Y en ese rebuscar de las ideas han caído en la cuenta de que defender ciertos puntos fijos de la ideología socialista puede llevar justo a lo contrario, a que los hijos de los trabajadores no muestren la esperada sintonía con los discursos y actitudes de la izquierda. Sin duda, un duro golpe en la línea de flotación de ese triste barco a la deriva que es hoy el izquierdismo moderado en Europa y el resto del orbe.

Los argumentos, no exentos de refinamiento y agudeza, apuntan cruelmente a la educación, al desprecio por el conocimiento y su estatus social y, finalmente, a la intelectualidad. Una de las constantes preocupaciones de los gobiernos socialistas ha sido dotar de una óptima formación a las nuevas generaciones por medio de unos sistemas educativos orientados a la equidad y a la reparación de las desigualdades entre las clases sociales. Sin embargo, lo igualitario no casaba con la excelencia, con la aristocracia del saber, que dirían tanto Platón como el alemán Weber, por citar a pensadores de muy diferentes épocas. Por lo tanto, la mediocridad, y ahí están las cifras para demostrarlo, se fue extendiendo como un mal menor, consentido y hasta promovido por unas autoridades que creían hacer un bien a la sociedad. La ignorancia, paulatinamente, fue ganando terreno al conocimiento y, con ello, para sorpresa de los progresistas -y me parece que únicamente para los de esta ideología-, el antiintelectualismo se convirtió en una postura de éxito entre los que habitaban las aulas de las instituciones educativas. Y, al terminar su formación, el rechazo a todo lo que supusiera intelectualidad era más que manifiesto.

El triunfo de las opciones populistas ha puesto sobre el tapete, precisamente, la gran paradoja sobre la que se debate la izquierda actual. Cuanto más tiempo se demoren en la respuesta, más amarga se volverá la salida a la situación. Postular una educación que aparte y desprecie a los que más saben, que ridiculice al que muestra interés y talento por el progreso intelectual, sólo rendirá un fruto, aunque nadie lo desee, pero menos aún los que implantaron un sistema nacional de enseñanza que aspiraba a constituirse en ascensor social. Ese fruto es la negación del conocimiento y el odio visceral a las personas que lo representan por entenderlo fuente de discriminación, cuando no de elitismo. Este es el calvario al que deben hacer frente las formaciones de izquierda, todavía incrédulas ante la profunda falla de su sistemática ideológica.

Muchos de los votantes del populismo son obreros apenas cualificados, personas que, durante un tiempo, fueron protagonistas de las medidas educativas y sociales de los gobiernos de izquierda y que, en contrapartida, deberían haber renovado, si ya la habían contraído, su compromiso con las opciones de progreso. Pero, no ha sido así, y las razones no hay que encontrarlas en las políticas de la derecha, sino en los principios que definen las esencias del movimiento de izquierdas. Urge una revisión de sus planteamientos tanto como su puesta al día. No es una revolución en la militancia, y quien lo vea de este modo mantiene la ceguera ante el problema de fondo, sino un auténtico desafío intelectual, el de acometer la reconstrucción de una forma de pensar que ha actuado contra sí misma, canibalizando los principios y propósitos de una ideología en su integridad. Sólo me cabe desear suerte en la empresa porque, en su error, habrán de descubrir lo que perversamente han ignorado durante demasiados años, el genuino valor de la educación.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía