Francois Hollande se ha visto obligado a anunciar que no se presentará a un segundo mandato presidencial, incluso mucho antes de lo esperado. Hollande y su equipo sabían hace meses que era imposible remontar en las encuestas: le cabe el dudoso mérito de ser el presidente de la República más impopular desde la II Guerra Mundial. Si entrara en cualquier restaurante de barrio lo correrían a patadas entre risas y maldiciones. Qué tiempos. Cuando Miterrand iba a visitar a alguna de sus amantes los vecinos contemplaban la llegada del coche y la salida un tanto ceremoniosa del anciano del vehículo con una sonrisa maliciosa, sí, pero respetuosamente maliciosa. "El presidente ha venido a visitar a su amiga". Luego salía y en tres o cuatro ocasiones entraba en el bar de la esquina y se tomaba un café o un clarete. Casi le aplaudían. "Es un honor, presidente". "El placer ha sido mío, ciudadano, muy buen clarete". Eso se acabó para siempre con Hollande. Eso se acabó para siempre en la República.

Se me antoja un poco enigmática la deriva de la opinión pública -y de la publicada -sobre el pobre Hollande. Llegó como el héroe que necesitaba la izquierda europea para frenar esa infame proceso "neoliberal" de brutales ajustes fiscales y feroces podas presupuestarias. Se trata de un fantasma -el héroe de la izquierda resucitada que hace frente a Bruselas, a Alemania, al BCE y a los mercados financieros- que ha tenido ya varias reencarnaciones: Hollande, Alexis Tsipras y ahora, para los definitivamente despistados, el portugués António Costa. ¿Recuerdan los grititos entusiastas de Pablo Iglesias? "Aguanta, Tsipras, que ya vamos". Por supuesto, nadie se fue a ningún sitio. El Gobierno griego ya no es un símbolo de resistencia al status quo comunitario y el señor Iglesias, por tanto, se ha olvidado de sus fraternales alaridos. La coalición Syriza y su líder se han transformado en muy leales deudores de la UE y pagan sus préstamos con una puntualidad admirable. Pero antes el cambio fue Hollande.

Bajito, algo miope y casi siempre luchando con la báscula, Hollande era un licenciado en Derecho que se diplomó en la Escuela Nacional de Administración, vivero de políticos y de la élite funcionarial francesa. Si como enarca solo alcanzó el séptimo puesto de su promoción -es decir, si no estuvo entre los tres primeros- es por su dificultad con los idiomas.

Aunque lo lee normalmente, Hollande jamás ha aprendido a hablar inglés con fluidez. Desde su primera juventud, y después de filtrear con una organización próxima al PCF, Hollande prosperó como aparatista del Partido Socialista que escaló rápidamente posiciones en provincias y luego en la burocracia nacional. Durante lustros aseguró a sus compañeros que lo suyo no era la púrpura presidencial, porque su vocación lo conducía a las apasionantes grisuras de un partido que vivía una guerra civil de baja intensidad después del deceso político (y biológico) de Francois Miterrand. En cambio, Segolene Royal, su inteligente y bella esposa, era (presentada como) otra cosa: atractiva, vivaz, carismática, ambiciosa. Intentaron mantener el equipo -yo soy secretario general del partido y tú le arrebatas la Presidencia a Sarkozy- pero no funcionó. La pareja que en su juventud cantaba la Internacional y abominaba de los privilegios no entendía que un matrimonio donde coincidiera la máxima autoridad del partido y la máxima autoridad de la República suponía una excesiva concentración de poder. Segolene Royal fracasó en su asalto presidencial.

Hollande, después de la experiencia frustrante del sarkozismo, que se relevó al final como el deshinchado globo de una egolatría con espíritu autoritario, se subió a la ola del resistencialismo frente a una crisis económica que no debería gestionarse "con los criterios resignados y la avidez de la derecha". "Es intolerable", dijo en su discurso de toma de posesión en mayo de 2012, "que uno de cada diez franceses no pueda conseguir un empleo". Al cabo de dos años cualquier magia había desaparecido. Hollande, luego de un periodo de perplejidad, pegó un volantazo: subió el IVA, regaló 30.000 millones de euros a las empresas en rebajas y exenciones fiscales y aplicó un recorte de unos 50.000 millones a la inversión pública periodificado a lo largo de tres años - y que no se ha cumplido del todo -. Y, sin embargo, se trata del mismo Hollande que ha incrementado la inversión en investigación y desarrollo, que ha aumentado en su mandato un 8% la plantilla del profesorado de primaria y secundaria y multiplicado las becas de los estudiantes, y que prácticamente no ha tocado el gigantesco sector público de la economía francesa. Las reformas de mayor calado en el ámbito de las relaciones laborales - uno de los campos de batalla en las que el muy conservador ministro de Economía, Emmanuel Macron, ha insistido más - se han visto congeladas mayoritariamente por la reacción de los sindicatos y de las manifestaciones cívicas en la calle. Las principales patologías económicas de Francia son su débil y apocado crecimiento - uno de los más bajos de la UE y que se arrastra hace cerca de una década- y el monstruoso crecimiento de su deuda pública, que solo en el segundo trimestre de este año ha crecido en 31.000 millones de euros. Cuando Hollande tomó posesión la deuda pública representada un 89,5% del PIB francés. Hoy supera el 98%. Macrón lo ha explicado reiteradamente: "el crecimiento de la deuda pública hasta la estratoesfera es el precio que dejaremos a nuestros hijos para seguir financiando el Estado francés y los costos de sus políticas sociales y asistenciales". Hollande quizás esté de acuerdo, pero no pisado el acelerador para desarbolar el Estado de Bienestar francés.

Comparativamente Francia - y en especial sus clases medias - no han sufrido lo que le ha tocado padecer socialmente a España, a Grecia, a Italia o a Portugal. Es relativamente difícil entender el desprecio casi militante que se respira contra Hollande. A su primer ministro y aspirante a la candidatura presidencial en 2017, Manuel Valls, apenas se le tolera. Y en las encuestas Marine Le Pen gana en todos los sectores sociales, salvo entre los mayores de 65 años y las clases medias altas.

Casi todo el sur del país -otrora tradicional granero de votos socialistas- está tentado por votar por el Frente Nacional. Los que denigran a Hollande, lo estigmatizan como un derechista que se ha quitado la careta o ridiculizan sus frustradas reformas económicas o laborales me recuerdan mucho a los que escupían sobre Hillary Clinton y empalidecieron cuando se confirmó la victoria de Donald Trump. Si ahora mismo se celebraran elecciones Le Pen sería presidenta de la República y en un par de meses convocaría un referéndum para abandonar la Unión Europea.

El proyecto europeo - y no solo el euro - está a punto de volar por los aires porque Hollande, ya se sabe, no ha ido a mearse en la fachada del Banco Central Europeo.