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Reflexión

¿Cuándo somos ancianos?

En un artículo reciente reflexionaba sobre diferentes enfoques de la edad y así llegaba a diferenciar distintos tipos: edad cronológica, biológica, mental, social, psicológica, funcional y diferencial. Ahora pretendo completarlo con una cuestión que suele preocupar a buena parte de la población y que no es otra que la incorporación a lo que se suele denominar senectud, tercera edad o ancianidad, última etapa del desarrollo humano y que se caracteriza básicamente por una disminución de la fuerza física y de la actividad intelectual, una falta de interés por las cosas y un deterioro de las capacidades cognitivas, con carácter general.

Pero sea cual sea la edad que tengamos o que se nos atribuya, nos podemos plantear: ¿cuándo entramos realmente en la ancianidad?, porque está claro que mientras estamos por este mundo no paramos de añadir años a la vida, cualquiera que sea la posición metodológica para contabilizarlos, y a lo largo de ese proceso no todos lo hacemos de la misma manera, ni lo "sentimos" de igual modo. "¡Qué importa si cumplo sesenta, setenta o más! Lo que importa es la edad que siento", nos recordaba José Saramago en uno de sus poemas más famosos. Lo cierto en cualquier caso es que la edad cuenta y lo verdaderamente importante es cómo lo hace.

Desde un punto de vista antropológico se alude a una variable estadística para evidenciar cambios positivos respecto de la longevidad, utilizando como argumento la esperanza de vida de los seres humanos que, es cierto, ha aumentado mucho, sobre todo en los últimos cien años. Sin ir más lejos, en España (uno de los países más longevos del mundo) pasamos de 35 años a principios del siglo XX a 80/85 (hombres/mujeres) en la actualidad. Pero ese dato puede llevarnos a la confusión, puesto que para determinarlo hay que tener en cuenta la mortalidad infantil que, afortunadamente, casi ha desaparecido, gracias a que también lo han hecho las enfermedades infecciosas y que en tiempos no tan lejanos hacían estragos entre los recién nacidos; también ha contribuido la baja natalidad. Por supuesto, la gente vive más años pero ese límite no crece tanto como podría parecer a la vista de estas informaciones. Por ejemplo, Platón vivió 80 años y Sócrates 71 y eso ocurrió hace 2.400 años.

Si apelamos al reloj (es una metáfora) como único indicador que mide el tiempo de vida y la agota cuando se para, podríamos llegar a la peregrina conclusión de que con preocuparnos de "darle cuerda" esa situación nunca se produciría, ya que como afirma el profesor de biología gerontológica de la Universidad de Manchester, Tom Kirkwood, no estamos programados para morir, desarrollando la tesis de que si la muerte es inevitable no lo es el envejecimiento. Tras explicar el proceso de desgaste en órganos y células, niega que exista un "gen de la muerte" encargado de regular el crecimiento de la población. Las enfermedades asociadas a la edad avanzada ayudan a entender ese deterioro como una acumulación de errores metabólicos que afectan a lo que él denomina "soma perecedero", pero la nutrición y la terapia génica permiten en cambio considerar la posibilidad de que los seres humanos vivan mucho más tiempo sin que les afecte la vejez.

Hay quien sostiene que la idea de que existe un límite para la vida es una falacia, aun reconociendo que, a medida que se envejece, es más difícil sobrevivir durante más tiempo. De la misma forma que en el olimpismo hemos visto caer récords que parecían insuperables, siendo cada vez más difícil rebasarlos, eso no significa que exista un límite absoluto. Por analogía, en el caso de la vida, la ausencia de ese límite se asocia a que no existe un programa biológico para determinarlo; el récord mundial de longevidad humana se sitúa actualmente en 122 años y se ha estancado desde 1990, pero tarde o temprano se batirá.

Pero retomemos la cuestión a la que nos invita el encabezamiento y para eso recuerdo un interesante experimento realizado entre un grupo de jóvenes a los que se les preguntó su opinión respecto de cuándo ellos entendían que una persona podía ser considerada un anciano. La mayoría situaba ese umbral en el entorno de los 50 años; parece una exageración, pero sólo modificaron el criterio -incrementando sensiblemente este límite- cuando vieron a personas de esa edad y aún mayores haciendo ejercicios físicos que a ellos mismos les costaba trabajo realizar o no podían ejecutar.

Hasta aquí consideraciones de tipo físico o biológico, pero qué ocurre con nuestra actitud y qué influencia tiene en nuestra incorporación al colectivo de los ancianos, sin perjuicio de la valoración social, que en algunas culturas supone un símbolo de estatus y en otras es un motivo de discriminación negativa, como vemos en nuestro entorno laboral más próximo.

Nuestra sociedad ha evolucionado mucho y rápidamente, sobre todo en los últimos años. La tecnología por un lado y los cambios sociológicos y demográficos por otro han sido elementos determinantes de esa evolución. Los niños, desde edades muy tempranas, tienen acceso a una cantidad ingente de información que, de alguna manera, ha recortado su periodo evolutivo, llegando enseguida a la adolescencia; esta etapa se alarga después durante más tiempo del que era habitual hasta hace poco y en este fenómeno tiene mucho que ver el retraso con el que adquieren su independencia o, dicho de otro modo, cuando acceden al mundo laboral.

Así, la etapa adulta podríamos situarla a partir del momento en el que sus protagonistas son independientes (autónomos) y asumen otras responsabilidades. Es un periodo que se retrasa respecto de otros anteriores, pero que también se prolonga más allá de lo que hasta hace no mucho era normal. No contemplo en este escenario a las personas que se prejubilan a edades tempranas (entre los 50 y 60 años) porque es un fenómeno coyuntural. Aquí sí se observa, cada vez con mayor frecuencia, cómo los que tienen más de 65 años se encuentran en buenas condiciones para continuar en otra actividad o incluso para prolongar su vida profesional; de ahí que se plantee -sin perjuicio de otras motivaciones- la conveniencia de retrasar la edad de jubilación.

Desde la perspectiva que estamos contemplando, uno de los momentos críticos y desde luego previos a la incorporación a la 3ª edad es el de la jubilación. El abandono de las actividades laborales que nos han ocupado durante decenios suele producir una ruptura en los equilibrios, tanto psíquicos como físicos y sociales. Algunas personas piensan que su integración en el grupo de los "pasivos" lleva incorporadas valoraciones negativas, asociadas a la inactividad, a la incapacidad, cuando no a la dependencia; éstas últimas considerarían que han llegado a la vejez, asumiendo con naturalidad la senectud.

Por el contrario, hay otras personas con edades por encima de los 70 u 80 años que se enfrentan con optimismo al lógico deterioro físico, potenciando sus capacidades intelectuales, que se alimentan de una inusitada curiosidad para conocer y de una renovada inquietud por aprender. Carlos López Otín, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, en la Universidad de Oviedo, afirma que "la curiosidad es la mayor fuerza de longevidad" y yo le creo.

Si al final llegamos a la conclusión de que las connotaciones negativas de una edad avanzada dependen de nuestra actitud, ¿por qué no nos planteamos hoy que eso de la ancianidad es más un mito que una realidad y actuamos en consecuencia? Mañana será otro día.

(*) Psicólogo

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