La Provincia - Diario de Las Palmas

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El espíritu de las leyes

Conflictos institucionales

Nuestra Constitución, norma fundamental reguladora de la convivencia dentro de un Estado democrático de Derecho, ha recibido, en sus 38 años de vigencia, múltiples zarandeos, como acredita la voluminosa jurisprudencia de su intérprete supremo. Ciertamente, la gran mayoría de las sentencias del Tribunal Constitucional (TC) se ocupan de recursos de amparo frente a vulneraciones de derechos fundamentales y libertades públicas, así como de controversias competenciales entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Ya sólo con tales asuntos el TC se encuentra desbordado, pues es muy alta la litigiosidad que la aplicación de la Constitución genera. La abundancia de recursos de amparo tiene fácil explicación: tras el franquismo ha habido que construir un sistema de garantías procesales de nueva planta, permanentemente aquejado, además, de penuria de medios a su servicio. Lo de las disputas competenciales obedece, en cambio, a diversas causas: a) la descentralización legislativa del Estado genera ineludiblemente conflictos acerca del alcance de las respectivas esferas de autogobierno; b) España carecía de tradición como Estado territorialmente complejo; c) la definición de las competencias -tanto por la Constitución como, muy especialmente, por los Estatutos de autonomía- adolece de imprecisiones, vaguedades y perversiones lingüísticas; d) y, en fin, en no pocas ocasiones la mutua lealtad constitucional que se deben el Gobierno central y los gobiernos autónomos ha brillado por su ausencia.

El año que está concluyendo ha conocido conflictos institucionales de relieve: primero las dos guerras de las Investiduras, con elecciones generales de por medio, y más tarde el fallido control parlamentario del Gobierno en funciones, cuestión ésta que habrá de dirimir el juicio arbitral del TC, tras haberse formulado demanda por el Congreso contra un Ejecutivo reacio a dicho control. La propia situación actual de un Gobierno con apoyo minoritario en la Cámara Baja acaba de generar un nuevo motivo de fricción: la admisión, contra el criterio del Gabinete, de iniciativas legislativas de la oposición que, a juicio de Moncloa, suponen aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios. La Constitución es taxativa al respecto (art. 134.6) a favor de la tesis del Gobierno, a condición, claro está, de que tales aumento o disminución existan realmente, cosa que traslada al TC la resolución de un litigio fáctico, más que de interpretación constitucional. De la misma manera, si se admiten por el Congreso proposiciones de ley de los Grupos opositores que incurran en esas circunstancias, pero respecto de ejercicios presupuestarios futuros, se estaría invadiendo la reserva de iniciativa legislativa en materia presupuestaria, que la Constitución atribuye en exclusiva al Gobierno (art. 134.1).

Atención, por tanto, al postureo jacobino y asilvestrado, con la vista puesta únicamente en el electorado del partido competidor: no es sólo que en un régimen parlamentario debe haber una posición de equilibrio entre el Gobierno y las Asambleas, sino que, de acuerdo con la Constitución, es al Gobierno a quien corresponde la dirección de la política (art. 97) y a las Cámaras su impulso y control. De ahí que la planificación de la agenda legislativa de las Cortes Generales competa al Gabinete, muy señaladamente a través del uso de la iniciativa legislativa gubernamental, cuya tramitación prioritaria privilegian la Constitución y el Reglamento del Congreso.

Otro conflicto institucional cuya promoción cabe vaticinar es el del Gobierno de la Nación y el Senado, de un lado, y la Generalidad valenciana, de otro. Mediante la Ley 10/2016, de 28 de octubre (publicada en el Diari Oficial de la Comunidad Autónoma el 7 de noviembre), se prevé la posibilidad de revocación de los Senadores designados por las Cortes autonómicas. Se trata, según todas las apariencias, de una disposición ad mulierem, o sea, con la mente del legislador fija en la senadora Rita Barberá, recientemente fallecida. La revocación se instará "por pérdida de confianza, fundamentada en el incumplimiento de las obligaciones del senador o senadora establecidas en la actual ley así como [en] actuaciones que comporten el desprestigio de las instituciones" (art. 14.3). Otras disposiciones de la Ley, referidas a las relaciones entre las Cortes valencianas y los Senadores designados por ellas, requerirán a buen seguro una interpretación del TC que las concilie con la Constitución, pero la revocabilidad senatorial resulta frontalmente inconstitucional.

En efecto, de acuerdo con la Constitución, puesto que las Cortes Generales, formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado, "representan al pueblo español" (art. 66.1), "los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo" (art. 67.2). Esto quiere decir que todos los integrantes del Parlamento nacional -también, por tanto, los senadores autonómicos- ejercen una función constitucionalmente independiente: no pueden recibir instrucciones jurídicamente vinculantes de sus electores o designantes ni ser objeto de revocación anticipada por ellos. Naturalmente, si tuviéramos un Senado representativo en su integridad de las Comunidades Autónomas, habría que plantearse la supresión de la prohibición de mandato imperativo en relación con los miembros de la Alta Cámara. Pero hoy por hoy esa prohibición, que se remonta a los orígenes del constitucionalismo liberal, está plenamente en vigor. ¿Impugnarán la Ley valenciana el presidente del Gobierno o 50 senadores del Partido Popular? Así deberían hacerlo, al objeto de preservar la supremacía constitucional y el estatuto de los miembros del Senado.

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