Los jinetes A y B llevan cabalgando día y noche. Son amigos y se desplazan en una llanura entre montañas peladas situada en algún lugar remoto. Se sienten solos, ningún alma en las inmediaciones. Otro jinete, C, decide montar su caballo y unirse a ellos. Debido a que no perciben su presencia a lo largo del trayecto, tiene la impresión de haberse convertido en habitante de un sueño propio. Los tres van a medio galope y durante un buen trecho se mantienen callados. Nada se deja nombrar, excepto las cumbres, el sol en lo alto, un gavilán en el aire, alguna fuente de agua fresca y una lagartija que cruza el camino para esfumarse entre los hierbajos. A lo lejos los ladridos de un perro subrayan aún más el silencio.

Esa intemporal soledad aviva la imaginación, de modo que, cuando A y B se entregan después a la conversación, las palabras pronunciadas por el primero parecen arrastrar el espíritu del segundo. Y viceversa. Desentierran sus recuerdos y C siente que también él puede asir con las manos sus evocaciones. Mudo, junto a ellos.

Avanzan en línea recta y, en la medida en que ese páramo los va envolviendo con mayor intensidad, se les aparecen a B y A seres queridos que alguna vez se marcharon para siempre. La grandeza incorpórea del entorno convoca a sus muertos. Entre ellos, a C, su común amigo de alma recién desaparecido y en cuya conmemoración se revela lo más puro de la existencia. Se les aparece de una forma inquietantemente clara, tan vivo, que en su contramirada están contenidos los más pequeños detalles en que se consumó la unión con él. Vida vivida que sigue viviendo a través de su presencia, real como las montañas a su alrededor. Entonces comprenden que todo es cuestión de tiempo. Ninguno de los jinetes dice nada, pero C lo adivina detrás de los ojos de sus dos amigos. Toda vanidad y lo accesorio de la vida parecen disolverse en una serenidad misteriosa.