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El análisis

Caminando por paisajes no explorados

La situación crítica a la que ha llegado el PSOE no debería sorprender a nadie. De un censo de 36,5 millones de votantes, sólo 5.424.724 han confiado en sus propuestas. Fue una cosecha catastrófica que indicaba que el ciclo de bonanza felipista concluía abruptamente y ponía en crisis al sistema, apenas recuperado de las alarmas provocadas por las andanzas de la familia real. Los politólogos, los políticos profesionales, los periodistas, los financieros y los empresarios, preocupados por las grietas que aparecían en el régimen del 78, acusan a los electores de no saber qué es lo que votan, cuando las masas humanas, infectadas de trivialidad por ellos mismos, no se mueven por la lógica, sino por la imaginación y el sentimiento. Buscan modelar la opinión como el alfarero modela su vasija y se niegan a reconocer que el pueblo que sufre ya no tiene esperanza en el socialismo porque el sistema de representación aceptado en 1978 ha quedado reducido a un solo partido que el ingenio de suburbio ha bautizado con el expresivo nombre de PPSOE. Dicho con más claridad: el partido socialista, tras alejarse de su punto de partida socialista y obrero, se ha fundido en un cálido abrazo con el PP. Ha sido un largo camino el recorrido por el viejo partido hasta llegar al 20% de intención de voto que le auguran las últimas encuestas. Todo comenzó cuando, para adaptarse a un proceso de transición de la dictadura a la democracia, removió sus cimientos ideológicos y renunció al marxismo. Despojado del alimento que le daba su mayor fortaleza, pronto perdió la robustez con la que había resistido tantos aires inclementes. La peste neoliberal aprovechó la debilidad para contagiar a muchos de sus dirigentes y militantes. Estos, en vez de adaptar su ideología a los cambios sociales, económicos y culturales, se embriagaron con el cáustico brebaje del pragmatismo.

Tras elegir el interés por encima de las sugerencias de la conciencia, mandaron al desván de los viejos cachivaches el pensamiento utópico y se organizaron como una simple asociación electoral a la que se afilió una clase media de raigambre franquista, en parte astuta y en parte lacaya, pero que estaba atascada en su progreso social por el tapón de la casta clerical-fascista. Este fue el ecosistema en el que florecieron gentes de mentalidad espesa y provinciana, más apreciadas por el carácter autoritario de jefes de centuria que por el talento. González, Bono, Ibarra, Vázquez, Chaves y Caballero fueron algunas de las más llamativas rosas del renovado ramillete del puño cerrado. Todos ellos habían perdido la conexión con la clase que dio impulsó a su partido hace 137 años. Olvidado el ejemplo de tantos militantes morigerados y recomendables, optaron por el lujo, el goce, el amor al dinero y a su ostentación. A cambio de vaciar el alma, se llenaron los bolsillos y aceptaron un mundo sostenido por un poderoso espíritu de casta. Unidos por vínculos estrechos como los de la camorra y la mafia, lo mismo repartían destinos modorros en las eléctricas, que sueldos suculentos en poltronas políticas o administrativas, cuando no jugosas comisiones. Cuando llegó la crisis, no dieron una en el clavo y remataron el desastre rompiendo el contrato social establecido en la transición.

Para colmo, en medio de la creciente miseria, sus personajes más influyentes posaban su culo en los mullidos asientos de los consejos de administración. El resultado está a la vista. Hoy el partido socialista es un partido descalabrado y enfermo que ha perdido su identidad al asumir, aunque suavizado por la melancolía de un pasado compasivo y de aspiraciones humanitarias, el discurso de la derecha, que no es otro que la expoliación del débil. Ni es reflejo de la clase trabajadora, ni posee una cultura propia, ni conecta con una juventud que aún no es egoísta. Es, tan sólo, un artefacto innecesario que camina a la deriva y provoca serias antipatías. La reflexión de millones de ciudadanos fue demoledora: ¿Para qué votar a un partido que lo había hecho tan rematadamente mal? Los votantes habituales, o se cruzaron de brazos con indiferencia hostil o, embaucados por el PP, decidieron que el socialismo, basado en la aquiescencia y el vasallaje al IBEX, había dejado de ser la esperanza. Era el final del felipismo, pero no del problema. Contra todo pronóstico, el voto desencantado del socialismo no se ha convertido en esperanza ni se ha dirigido en tropel hacia otros partidos y movimientos que, como han demostrado en la calle, sí defienden los intereses populares. ¿Que ha ocurrido? Pienso que, por una parte, los cambios no penetran en la sociedad de forma repentina, sino que son producto de un proceso que tiene que ser comprendido por los ciudadanos. Pero la ciudadanía no está compuesta por sociólogos, economistas o politólogos. Por otra, en época de crisis, nadie quiere aventuras. Pese al sufrimiento, son muchos los que piensan que vale más pájaro en mano que ciento volando.

Por último, en las sociedades actuales, los grupos financieros e industriales controlan los medios que fabrican la opinión. Las fuerzas populares tienen muy poco poder frente a la hostilidad vehemente de periódicos como El País, que sigue siendo el verbo de España, y otros más asilvestrados como ABC, La Razón, etc. Todos ellos, junto a las cadenas televisivas y emisoras de radio, presentan las alternativas populares como insensatas, peligrosas e imposibles. Es de su arsenal de donde salen los dos argumentos principales para que nada se mueva: no hay alternativa y todos son iguales. Así que, como dijo Tejero, ¡quieto todo el mundo! En esta situación, el cambio se encuentra con enormes dificultades. Para conseguir que el socialismo vuelva a embelesar a las masas no bastarán ni los discursos engreídos y amenazadores, ni el flamear de banderas, ni los torpes aspavientos de los indignados. Sólo tras un largo proceso se logrará su confianza. Se necesitará visión clara y alerta para el análisis, capacidad organizativa, audacia cautelosa y explicación prudente y mansa.

Tampoco sobrará la paciencia, porque surgirán -ya están surgiendo- las diferencias, las dudas y las controversias que acompañan siempre a quienes transitan por paisajes no explorados. Con todo, la situación es óptima para la izquierda, pero para una nueva izquierda que deje de mirarse el ombligo. Abierta la espita en la primavera de 2011, la espuma rebosante de aquellos días nos impide ver el dorado líquido que yace debajo. Sin embargo, los tiempos están cambiando. La transición realizada por los franquistas navega desde entonces a la deriva. Urnas y mareas han desarbolado el bipartidismo. Como demuestran los datos y tantas ideas mofletudas, arrugadas, abotagadas y canosas que vagan como sombras anhelantes por platós, tertulias y gestoras, la gran coalición sólo es un parche. Ésta debería de ser la última legislatura controlada por el partido único PPSOE. Y para ello hay que ganar el voto popular. Es una verdad de Perogrullo, pero eso no la hace hegemónica. Sólo algunos han visto cuál es el camino: el reagrupamiento electoral de la izquierda en torno a un programa que recoja lo que une: el rescate de las personas y la recuperación de la soberanía popular. Es un camino difícil. Al PSOE le costó más de siete años alcanzar el poder, pese al ordeno y mando del dúo Felipe-Guerra, los millones de marcos que dieron lozanía a un partido muerto y el apoyo intelectual, ideológico, organizativo e internacional que les proporcionó la socialdemocracia alemana. Con ninguno de estos apoyos cuentan ahora los movimientos populares, ni falta que hace. Pero más de diez millones de votantes a la izquierda del PP, si son bien gestionados a favor de las esperanzas populares, constituyen un buen punto de partida para conseguir que el socialismo vuelva a embelesar a las masas. No nos distraigamos. Esta ciénaga abominable del tiempo presente tenemos que atravesarla lo antes posible. Dejemos que la derecha enrede, enfangue, insulte y averigüe cuántas toneladas de populismo acumulan nuestras propuestas. Nosotros, a lo nuestro, que es elaborar un programa posible y que recoja las experiencias del pasado, pero también de las mareas, de las nuevas formaciones, del municipalismo y de los sectores machacados por la crisis. Valencia, Cataluña, Galicia y cientos de municipios marcan el camino. El viaje ha comenzado.

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