Un apunte tranquilamente subjetivo. Hay rostros que despiertan confianza y hay otros que te impulsar a pegar la espalda a la pared, y el de Julian Assange, me temo, es de los segundos. Es un rostro que actúa gestualmente como si siempre tuviera un espejo delante. Hay que agradecerle a Assange que, a través de su generoso regalo a la Humanidad, Wikileaks, haya resucitado el debate sobre el devenir del periodismo, para comprobar, por enésima vez, que el periodismo molesta a todo el mundo cuando no lo entienden, y no tanto por gusto o disgusto ante los contenidos, sino desconocimiento de su propia naturaleza. Una de las primeras cosas que aprende un periodista -si admitimos la hipótesis de que los periodistas podemos aprender algo - es que cualquier documento, afirmación, historia, cuento o chisme requiere corroboración. Y entre las segundas que el elemento corroborado debe situarse en un contexto que lo haga comprensible relacionándolo verosímilmente con otros. Cuando Wikileaks comenzó a vomitar millones de documentos (correos electrónicos, cables de ministerios y oficinas diplomáticas, informes) ya era uno lo suficientemente mayor para arrugar la nariz, pero encontré a respetables y a veces respetados profesionales hablando de una nueva era del oficio, y a los enemigos de la prensa -no son pocos- proclamando el fin de los odiosos intermediarios que no permitían a la gente enterarse por sus propios medios (es decir, gracias a Wikileaks) de lo que pasaba en el planeta. Cuando Assange, en varias entrevistas, soltó aquello de que "nosotros no verificamos nuestras fuentes, verificamos nuestros documentos", la cosa ya quedó bastante clara, pero sorprendentemente la izquierda periodística (y no solo) siguió paseando al individuo bajo palio como la víctima de una persecución implacable.

Al fin y al cabo Wikileaks no significa otra cosa que el derecho a recibir una información en bruto -en realidad un vendaval de datos y mensajes informes- adaptables a las convicciones, supersticiones y manías del consumidor. Y eso es lo que hermana a Julian Assange y a Donald Trump, que se profesan ahora mutua simpatía, cuando no sincera admiración. Más allá de los rasgos psicopatológicos compartidos por ambos y señalados justamente por Carlin en un reciente artículo (el narcisismo, el egotismo, la dificultad para cualquier empatía) Trump y Assange coinciden implícitamente en reclamar el derecho a construir (o reforzar) su visión del poder y las relaciones políticas y sociales a partir de sus convicciones e intereses, leyendo y escuchando únicamente aquello que lo legitime. La información nunca pondrá en cuestión mi ideología y su papel consiste, estrictamente, en alimentar la caldera de mis prejuicios y permitirme divulgarlos entre los demás. Se trata, además, del negocio de ambos y refuerzan sus clientelas mutuamente. Son un chollo. Son competidores y a la vez compinches. ¿Cómo no se van a entender bien?