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Crónicas galantes

No nos casamos con nadie

Solo una de cada cinco nuevas parejas se casó por la Iglesia el pasado año, pero esto ya casi no es noticia por más que lo diga el INE. Tanto da si por lo civil, lo religioso o lo criminal, lo que está cayendo en realidad es el número de matrimonios, cifra que en el último medio siglo sufrió un bajón del 56 por ciento. Cuando un español dice que él no se casa con nadie, hay que tomarle la frase al pie de la letra.

En lo que va de siglo, que no es mucho, la cifra ha descendido desde los 216.000 casorios del año 2000 a los poco más de 165.000 que se oficializaron en el altar, el juzgado o las dependencias municipales en el 2015.

Llama aún más la atención que las bodas eclesiásticas bajasen del 75 por ciento que representaban hace dieciséis años a tan solo el 22 por ciento del último cómputo estadístico. Se conoce que entre el hedonismo, el botellón y las redes sociales nos estamos haciendo algo apóstatas.

Tampoco se trata de una novedad, aunque lo parezca. Las parejas acuden cada vez menos al cura, pero incluso cuando lo hacían de forma mayoritaria, la verdadera ceremonia se oficiaba en el banco. El sagrado vínculo de la hipoteca era -y sigue siendo- mucho más fuerte que los votos formulados ante el párroco, el juez o el concejal en representación del alcalde.

Parece lógico. Un préstamo hipotecario a veinte o treinta años de amortización fija con exactitud el plazo mínimo de duración de un matrimonio. Atados por el piso y las cuotas mensuales de la hipoteca, los contrayentes tienen miles de razones para seguir unidos frente a las tentaciones de tarifar e irse cada uno por su lado.

No es de extrañar, por tanto, que los consortes se desposen tras la pertinente bendición del ejecutivo bancario que les concede la hipoteca. La posterior elección entre la vía religiosa o la civil para perpetrar el casamiento es ya un detalle accesorio y puramente ornamental que tan solo interesa a los contables del Instituto Nacional de Estadística.

Abona esta hipótesis la fuerte bajada en el número de divorcios que se produjo tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, que tanto dificultó la venta -hasta entonces rápida y productiva- de una vivienda. Unidos por la hipoteca para lo bueno y lo malo, en la salud y en la enfermedad, a los cónyuges víctimas del desamor no les quedó otra salida que la de aguantarse. Fue así como la crisis del ladrillo hizo más por la estabilidad del matrimonio que las frecuentes prédicas y reprimendas de los obispos.

Infelizmente, la posterior crisis de la banca podría haber hecho perder también la fe en las hipotecas a los españoles que hasta entonces creían en ellas con devoción inquebrantable. Tal vez consciente de ello, el gobierno de Rajoy -conservador y de vocación marital- trató de facilitar aún más el matrimonio con una ley que permite a los españoles casarse también ante un notario. Pero ni por esas.

El número de enlaces no ha parado de menguar en los últimos años: y tanto da a estos efectos que se trate de bodas santificadas por el cura o celebradas por un representante del Estado. Escépticos con el gobierno, la banca, la Iglesia y las instituciones en general, los españoles han decidido no casarse con nadie. No hay más que ver las estadísticas.

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