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Aula sin muros

Saber esperar o el derecho a la pachorra

Si eres capaz de esperar hasta que venga el adulto o profesor (unos veinte minutos) sin comerte esta golosina, te daremos ésta y otras golosinas más. Si no eres capaz de esperar y te la comes, no recibirás una segunda golosina como premio". Esta es la instrucción de un experimento realizado por el psicólogo Walter Mischel, profesor de la Universidad de Stanford con un grupo de niños de cuatro años con el objetivo de comprobar su comportamiento a la hora de demorar la obtención de una recompensa. Los resultados demostraron que solo uno de cada cuatro niños fue capaz de esperar. Al cabo del tiempo los que supieron esperar obtuvieron mejor éxito académico, a medio plazo, medido a través de las calificaciones escolares y mejor adaptación y satisfacción laboral en el trabajo. Se cae en un error educativo cuando se les da a los hijos todo lo que piden, ipso facto, ya y sin condiciones por miedo a que se frustren o que su hostigante ser incordio, pejiguera, no deje disfrutar a los padres de sus quehaceres diarios o tiempo libre después de una jornada de trabajo. Este estilo educativo produce justo el efecto contrario: no les prepara para las adversidades con las que, en el futuro, se van encontrar con una vida compuesta de ganancias y pérdidas, logros y frustraciones. Les crea la falsa expectativa de que todo se puede conseguir sin esfuerzo y al momento. Les inocula el virus de la prisa. En este punto y sentido resulta apropiado recordar lo que dice el Diccionario Diferencial del Español en Canarias sobre lo que significa ser pachorrento: pachorrudo, pacienzudo, lento. Y la definición de la pachorra del Diccionario de la Real Academia como flema, tardanza, indolencia, calma o mandanga. Esto último está descartado para el caso que nos ocupa, en el habla popular canaria, por cuanto se refiere a alguien que se comporta como un palanquín, gente sin personalidad, un "cualquiera". Me quedo con calma y tardanza. Las madres se enojaban cuando los chiquillos andaban poco prestos a llegar de los mandados o caminaban mirando el vuelo de un pájaro o cómo armaba una araña su malla para atrapar moscas y les decían: "parece que andas pisando huevos". Las madres no eran conscientes de que los hijos estaban viviendo el tiempo con una mirada de larga distancia. Pero eran los propios adultos y viejos de antes los que enseñaban a los más chicos a vivir, a hacer las cosas "al golpito". Para no equivocarse y hacerlas con tiento. Que recuerden gente de tiempos pasados de los pocos momentos en que había que apurarse eran cuando estaban a punto de sonar las últimas campanadas para la asistir a misa ("tocar a dejar" se decía) o cuando, en zonas campesinas, se hinchaban los cachetes de correr porque se escapaba el coche. Contra esto último el consejo era siempre "los coches se esperan en la carretera".

Tampoco nadie se impacientaba por tener que esperar a que el médico en consulta, les recibiera, sin pedir turno, o para arreglar un papel en el ayuntamiento había que realizar varios viajes porque, entre otras cosas, existía cierta displicencia entre los empleados, chupatintas estereotipo de entonces que describían una cierta actitud generalizada del funcionario de entonces tan bien descrito por Larra con aquello de "vuelva usted mañana". En todo caso el comportamiento de calma, pachorra, era una manera de percibir el tiempo bien distinta a la de ahora en la que, muchas de las veces, el único signo de inquietud era sacarse el reloj de cebolla y mirar la hora. No viene mal el ejercicio de cierta lentitud como contraposición a tantas prisas, agobios, estrés, para, muchas de las veces, no llegar a ninguna parte. Las prisas de hoy son una consecuencia de más de un siglo de agobio. Se inició cuando los capataces comenzaron a utilizar el pito para que los obreros formaran, con las marmitas debajo del brazo, a la entrada de las fábricas. En ese momento las campanas de las iglesias dejaron de ser las que marcaban los quehaceres, tiempos y horas en su memoria de siglos. Así hasta hoy en que la prisa se ha convertido en una obsesión que lleva a una humanidad alocada a construir un tren más rápido del Mundo o un gran metro-guagua que atraviese seis kilómetros de una ciudad de mar congestionada de tráfico sin que sus usuarios apenas puedan distinguir si hay marea baja o pleamar. En una encuesta realizada en Francia se constata que solo el 7% de los trabajadores se sienten relajados en el trabajo. Ejecutivos, empleados y ya también los tantas veces denostados funcionarios, toman el último sorbo de café y salen como se dice, a escape. Hasta los propios niños, hijos y alumnos se ven agobiados por los deberes escolares que deben terminar pronto porque luego tienen la clase de idiomas, de natación, ballet o de kárate. Así llegan las tardes a la casa y las madres dicen que se quedaron dormidos en el sofá sin tomar la cena. La última moda, símbolo de un mundo desarraigado que no sabe esperar ni siquiera ver como entierran a sus muertos viene, como tantas cosas, de los Estados Unidos. Le llaman el "funeral exprés" y consiste en depositar la caja del difunto a las puertas de una iglesia y la gente, que supuestamente ha venido a acompañar, pasa en sus coches, arroja una flor y despide al finado sin escuchar un mal responso.

Lo curioso es que a la mayoría de la gente le gustaría gozar de una vida sin prisas. Que el tiempo fluya con suavidad, de una manera entretenida, casi sensual. Que el trabajo sea atractivo realizado a buen ritmo pero sin la presión de producir a destajo o la de un jefe o jefa déspota. Tener tiempo para practicar un deporte, irse de pesca relajante o de merienda con las amigas. Ya hay quienes practican la nueva filosofía y te dicen que quieren llegar a casa o el fin de semana, tumbarse en el sofá y dejar pasar el tiempo en una especie de nirvana o recuperadora molicie. Sin hacer nada. Hablan de "desconectar". Si el móvil no lo impide es una forma de no ver en el cansancio un peligro para sus vidas y de ejercer su derecho a la pachorra.

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