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Inventario de perplejidades

Sobre la 'teoría del loco'

Ayer tomó posesión como nuevo presidente de los Estados Unidos de América del Norte Donald Trump, un personaje que en su camino hacia la más alta responsabilidad política se ha ganado merecida fama de misógino, machista, mentiroso, racista, provocador e ignorante en muchas de las materias que han de ser objeto prioritario de su gestión. Y han sido tantas las excentricidades acumuladas en su discurso (construcción de un muro con México, posible guerra comercial con China, traslado de la capital de Israel a Jerusalén, invitación a otros países para que abandonen la Unión Europea, etc) que en algunas cancillerías se le ha calificado de "loco" cuando no de "parafascista" o "neofascista", unos calificativos que chocan con el habitualmente ambiguo lenguaje diplomático.

Nadie podía suponer que un personaje de esas características, el único presidente de los Estados Unidos que no estuvo antes en el ejército ni ocupo un cargo público, pudiera superar todos los obstáculos que la élite de Washington y el propio Partido Republicano pusieron a su candidatura a la Casa Blanca. Pero la irresistible ascensión se produjo y ahora la gente cruza los dedos para conjurar el peligro de que un hombre de escasa formación acceda al sumo poder de la primera potencia militar del mundo.

He leído últimamente varios artículos en los que se apuesta por la capacidad moderadora de eso que eufemísticamente se denominan "contrapoderes" (prensa, finanzas, líderes religiosos, etc) en la acción política del nuevo presidente, pero eso está por ver. Porque también pudiera ocurrir que una vez en la soledad de su despacho, en vez de abrirse a otras opiniones, se dedicase a cultivar sus particulares obsesiones o manías, como les ocurrió a algunos de sus predecesores. Entre otros, Richard Nixon, el del Watergate, que desarrolló al más alto nivel diplomático la "teoría del loco". Consistía en aparentar, ante posibles adversarios, que el presidente de Estados Unidos sufría episódicos ataques de enajenación mental y durante ellos podía hacer uso de su enorme poder militar para destruirlos.

Lógicamente, ante esa dramática posibilidad, los adversarios cogían miedo y se avenían a doblegarse. Al parecer, Nixon adoptó esa teoría de dirigentes israelíes que a su vez habían utilizado la imprevisibilidad de la locura para condicionar la política norteamericana sobre Oriente Medio. Si damos eso por cierto, podríamos llegar a la conclusión de que Trump no está loco sino que se hace el loco para impresionar al resto del mundo y obligarlo a tragar por sus objetivos políticos que consisten fundamentalmente en hacer nuevamente grandes a los Estados Unidos. Una grandeza que se alcanzará -nos dice- mediante una política industrial proteccionista, un pacto con la Rusia de Putin, una guerra comercial con China, la destrucción de la UE, la consolidación territorial del gran Israel y la reconversión de América Latina en el patio trasero de la gran potencia del Norte. Amén del abandono de una política de salvaguarda de un medio ambiente sostenible, la gran amenaza para la humanidad. Todos ellos, objetivos ambiciosos pero difíciles de imponer al resto del mundo si no es recurriendo a la extrema violencia. Y menos todavía en el periodo de cuatro años que dura su mandato electoral. Habría que estar loco para creer que haciéndose el loco se puede conseguir todo eso.

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