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La realidad

Atrasar el reloj

En una de sus cartas de los años ??, el filósofo inglés Isaiah Berlin escribió que no conviene atrasar el reloj. Se refería a la dificultad de cambiar el sentido de la Historia y retornar al pasado, incluso cuando este pueda parecer un lugar más acogedor y sensato que el presente. Es una lección a recordar, en especial cuando las presiones involutivas se agudizan.

En sendas entrevistas concedidas a The Time y al tabloide alemán Bild, Donald Trump ha abogado -entre líneas- por la disolución de Europa. Para el flamante presidente de los Estados Unidos, el proyecto europeo constituye tan sólo un pretexto para proyectar la hegemonía alemana a costa de los demás socios de la Unión, a los que se condena a la irrelevancia.

La moneda única sería el epítome de todos estos males: mal concebida, mal diseñada, al servicio de las multinacionales y de las elites burocráticas. Por otra parte, si los europeos queremos contar con unas fronteras seguras ya podemos ir pensando en incrementar nuestra contribución económica a la OTAN. En la senda de la renacionalización -que sería el mantra de los nuevos tiempos-, Trump augura nuevas deserciones en la Unión, al compás de la fuga del Reino Unido, al que le garantiza protección. Un continente renacionalizado, dividido y más militarizado sería un conjunto de países que han decidido ir a remolque de la Historia, sin otro afán que protegerse de la incertidumbre que genera la globalización.

Dar marcha atrás al reloj europeo es el sueño de las grandes potencias exteriores: Rusia, China, Estados Unidos? Más pequeñas, más débiles, víctimas inmediatas de la geografía, sin una soberanía compartida, las naciones Estado echarían raíces de nuevo en sus tradicionales áreas de influencia: la Europa mediterránea, cada vez más africana; la Europa atlántica, de inspiración anglosajona; la Europa central, mirando al norte; y la eslava, bajo la presión rusa. Sin los diques institucionales de una moneda común ni de una legislación compartida, falta de tono demográfico como consecuencia del envejecimiento de la población y carente del apoyo militar americano, Europa rápidamente se fragmentaría en una miríada de pequeños estados condenados a la dependencia exterior.

La maquinaria de los imperios -y la UE por extensión lo es- no se descompone sin dejar detrás un sinnúmero de víctimas. Atrasar el reloj no saldría gratis. Quizás la división política actual tenga menos que ver con la tradicional dicotomía entre derecha e izquierda, que con el enfrentamiento entre los defensores de proseguir por la senda de la integración y sus adversarios.

¿Cómo abordar los problemas de la inmigración descontrolada, el cambio climático, la deslocalización industrial o la robotización creciente de la economía si no es de una forma coordinada? ¿El terrorismo islamista exige una mayor o una menor cooperación entre las diferentes administraciones? ¿Y la estabilidad del sistema financiero requiere bancos más grandes o más reducidos? ¿Qué país europeo puede hacer frente por sí solo a un conflicto militar de gran escala? Una Europa mejor no es la que mira al pasado, sino la que busca reformarse hacia el futuro. Con el Reino Unido avanzando hacia un Brexit duro, Trump animando a desgajarse del continente y la sonrisa nada disimulada de Putin, cabe pensar que el límite de la paciencia europea se sitúa en las próximas elecciones francesas y alemanas. Y que, una vez cruzado ese Rubicón, la integración del continente debe acelerarse a todos los niveles: de la seguridad militar al presupuesto común. Una tierra de nadie no es un lugar seguro... para nadie.

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