Hace unos días, algún medio se hizo eco de que la comisión interina que gobierna el PSOE encargó a un grupo de dirigentes y expertos que reflexionaran sobre uno de los lastres que arrastra el socialismo desde hace más de una década: la constante pérdida de apoyo entre el electorado joven y urbano.

Siendo esto cierto (en un primer momento, parte de ese votante se refugió en el PP; en los últimos dos años, el más joven y a la izquierda, ha ido a parar a Podemos), la dirección de dicha formación corre el riesgo de confundir los síntomas con la enfermedad. Y es que el PSOE tiene un problema más grave que el estrictamente electoral: el de la credibilidad de su proyecto.

A la crisis general de la socialdemocracia en Europa (acentuada tras el avance de la globalización, a partir de los años 90, que enajenó a gran parte de su tradicional voto obrero) cabe añadir que, a diferencia de las restantes formaciones, lo que ofrece es de menor "calidad" que sus competidores. En patriotismo, ante el reto secesionista, el votante preferirá al PP (más aún, tras las veleidades mantenidas por el PSC con los partidos soberanistas); en políticas de izquierdas, otro tipo de elector preferirá a Podemos (desde la caída de Sánchez, dicho votante percibe que el PSOE contribuye a sostener al PP) y, hasta en modernidad entre jóvenes urbanos, estos se inclinarán por Ciudadanos (lo contrario de lo que sucedía con el PSOE felipista de los años 80).

Por si fuera poco, los principales candidatos a ejercer el liderazgo son: una líder de tintes populistas, con arraigo en el sur de Madrid y poco más (Díaz) y un señor que fue lehendakari gracias a la prohibición de un partido político y que tuvo un papel más bien discreto durante su etapa como presidente del Congreso (López). Un panorama poco halagüeño.