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OBSERVATORIO

Volver a lo que somos

Vivimos en conflicto entre dos naturalezas, la primigenia, de raíz animal, y la construida a partir de todo aquello que nos singulariza como especie. No es una confrontación nueva, siempre hemos sufrido esa distancia pero ahora se agranda con un entorno tecnológico que desborda con amplitud las capacidades elementales. Los rasgos humanizados que le imprimimos a ese nuevo mundo agudizan el viejo conflicto a costa de aumentar el desencuentro y la confusión. Esa es la tesis que Sherry Turkle (Nueva York, 1948), profesora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y estudiosa de las interacciones humanas y la influencia de la tecnología en nuestro desarrollo sociológico desarrolla en En defensa de la conversación (Ático de los Libros).

Cuando abrimos el ordenador aparece una primera pantalla en la que bajo el epígrafe "la vida en un vistazo" queda a nuestra disposición un conjunto de aplicaciones preseleccionadas como las que con más rapidez nos pueden acercar al mundo. Pero es un mundo digital que ya tendemos a confundir con el real y en el que tendemos a instalarnos perdiendo habilidades elementales que están en la base de lo que somos. "Nuestra tecnología nos está silenciando", sostiene Turkle, y "esos silencios han dado lugar a una crisis de empatía que nos ha mermado en el hogar, en el trabajo y en la vida pública". "Hemos creado una segunda naturaleza, una naturaleza artificial y tratamos de entablar diálogo con ella" convencidos, en nuestro empeño de conectar con máquinas que hablan, de que los artefactos que nos rodean son equiparables a nosotros. Frente a esa ficción, que genera gente aislada en un entorno de aparente conexión continua, "el remedio es simplemente una cura de conversación". La solución parece sencilla, pero requiere capacidades que, adquiridas en el largo historial de las relaciones humanas, ahora tienden a quedar relegadas. "La conversación cara a cara es el acto más humano y más humanizador que podemos realizar", constata la investigadora del MIT y su recuperación como medio de conexión comienza por reconocer que "hablar y escuchar con atención son habilidades".

En defensa de la conversación sigue un hilo conductor que conecta con Walden, el relato de Henry Thoreau de su experiencia de dos años de alejamiento del ruido del mundo, un zumbido que si ya perturbaba en el siglo XIX ahora se ha vuelto ensordecedor. Recuperar el malestar que, en un primer momento, genera la soledad, romper con la conexión continua, aburrirse, es un comienzo hacia la ruptura con todo el confort que nos proporciona el entorno tecnológico. Las herramientas que acondicionan ese espacio "nos hacen sentir que controlamos la situación", fomentan "el deseo de vivir una vida editada" a nuestra medida, de la que queda excluido el conflicto o los cambios imprevistos que genera una interacción cara a cara, en la que tiende a aflorar, siempre molesta, nuestra naturaleza de primates gregarios. "La tecnología nos da la ilusión de compañía sin las exigencias de la amistad", afirma Turkle, e incluso puede generar "la ilusión del progreso sin las exigencias de la acción".

En defensa de la conversación coincide con otros libros que urgen a recuperar la escala de lo humano. En Tribu (Capitán Swing) el periodista Sebastian Junger (Belmont, EE UU, 1962) reflexiona, como reza el subtítulo, "sobre vuelta a casa y pertenencia", una prolongación analítica de su experiencia como informador de guerra. Junger es coautor, junto al fotógrafo Tim Hetherington -muerto en el conflicto de Libia en 2011-, del documental Restrepo, que refleja la vida en una unidad militar estadounidense en Afganistán, incrustada en zona hostil, sometida a la presión continua de los talibanes, conviviendo en lugares reducidos y precarios. Para Junger esas condiciones retrotraen a momentos primarios de la humanidad, en los que, frente al peligro externo, el grupo estrecha sus relaciones y se acentúa nuestra condición gregaria.

La intensidad de la experiencia provoca a los veteranos de guerra severos conflictos de vuelta a la vida para reincorporarse a una "sociedad moderna que ha perfeccionado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria". Para superar esa circunstancia, y para otras muchas en las que se han roto los lazos básicos del grupo, Junger considera necesario recuperar la "cultura de la compasión, una de las marcas distintivas de la temprana sociedad humana", porque "a medida que la sociedad se modernizó, la gente se fue sintiendo capaz de vivir independientemente de cualquier grupo comunitario". En Tribu, el periodista deja constancia de que "la belleza y la tragedia del mundo moderno consiste en que elimina muchas situaciones que exigen que la gente demuestre un compromiso con el bien colectivo", algo que conviene recuperar para reforzar vínculos y resolver conflictos.

Desde una perspectiva muy distinta, el filósofo Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), también refuerza esa vuelta a las dimensiones primordiales de lo que somos en Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral). A partir de la enorme distancia que existe entre nuestra evolución darwiniana -lenta e imperceptible en el corto plazo- y la evolución cultural -de corte lamarckiano, acumulativa, acelerada y muy visible- Alba Rico defiende una recaída en el cuerpo como auténtica unidad de medida y propone como horizonte, e incluso como anhelo político, unificar "el lugar en el que vivimos y aquel en el que se deciden nuestras vidas".

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