Es sorprendente el interés que ha despertado la última edición del Festival de Música de Canarias, aunque tampoco conviene exagerar. Por cada mentirosa nota de prensa o por cada columna grotescamente justiciera tienen ustedes a su disposición tres páginas sobre las finales de murgas en los carnavales de Santa Cruz de Tenerife y de Las Palmas de Gran Canaria, sí, también en Las Palmas, donde ya es lícito sentenciar que el embrutecedor virus murguero se ha instalado para no marcharse. Los grancanarios deberían recordar que todo esto comenzó con don Manuel Hermoso visitando las murgas y riéndoles sus ininteligibles canciones. En realidad la modestia cuantitativa -y el escaso vuelo analítico- en la apología y en la crítica del supuesto nuevo modelo del FMC es una proyección razonable del escaso lugar que ocupa en la sociedad isleña el único proyecto cultural institucional que ha logrado sobrevivir 30 años.

Cuando Jerónimo Saavedra como presidente del Gobierno autonómico impulsó el Festival y Rafael Nebot se puso enfrente del proyecto para desarrollarlo brillantemente la convocatoria era un producto elitista. Lo sigue siendo y pretender popularizarlo con la participación de las bandas municipales es una ocurrencia bastante necia. Un festival de música no se democratiza -a saber qué puede significar esta expresión- por introducir cambios en su programación, incluso corre el riesgo de banalizarse, aunque a mi juicio es pronto para aseverar que este riesgo se ha cumplido. Ni ese ni la mayor o menor afluencia de público debería centrar el debate, que si ha crecido en intensidad es por un asunto de poder entre los que se consideraban guardianes de las esencia nebotianas y los que prosperan alrededor del nuevo director, Nino Díaz, músico y ex asesor de David de la Hoz, vicepresidente del Parlamento de Canarias y factótum de CC en Lanzarote, donde ha contribuido a que los enfrentamientos internos de los coalicioneros se aproximen al canibalismo. Ambos bandos en disputa, los nebotianos y los ninis, han olvidado que la dimensión básicamente instrumental que debería asumir el FMC para legitimarse social y culturalmente.

El Festival de Música de Canarias hubiera debido ser el eje articulador de una política musical con la participación activa de comunidades escolares, conservatorios, cabildos y la Consejería de Educación, la única fórmula para garantizarse públicos y abonados a largo plazo. Cabe pensar que es un milagro que haya sobrevivido a restricciones presupuestarias y a la incapacidad de las autoridades para conseguir un apoyo financiero estable por parte de una o varias grandes empresas del Archipiélago. Pero si el FMC no asume ese rol estructurante que le otorgue sentido fuera de sus propios límites su futuro a medio plazo se adivina muy oscuro.