Las aves del bosque se comieron las migas de pan que Pulgarcito dejó en el sendero para encontrar la casa de sus padres. A Urdangarin le ha ocurrido todo lo contrario: esparció las pelotitas de harina entre las flores, y al final ha conseguido su propósito, nada menos que volver a casa, a Suiza, pese a la condena de cárcel de seis años. No paga fianza, se lleva el pasaporte en el bolsillo, puede viajar fuera de la UE (previa comunicación) y sólo tiene que presentarse una vez al mes ante la autoridad judicial helvética que tenga más cerca de su portal ginebrino. O sea, una dacha construida al gusto del exduque. La decisión de la Audiencia de Palma abre la espita de una rehabilitación psicosocial inédita: remitir al condenado por un buen puñado de delitos vinculados al manejo del dinero a Suiza, capital adoptiva de Rato, Bárcenas, de una hermana de don Juan Carlos I y de montones que aparecen en la lista Falciani. No sé, la verdad, si es el sitio idóneo para que el cuñado del monarca muestre su arrepentimiento por las fechorías por las que ha sido condenado. Mejor estaría demostrando su honradez en el departamento de contabilidad de una cooperativa dedicada a la crianza porcina. Podría ser una alternativa como otra cualquiera si de lo que se trata es de retrasar al máximo su ingreso en prisión. Pero ya sabemos que para extravagancias judiciales no hay mejor sitio que España: mandarlo a Suiza, el paraíso del secreto bancario, de la ocultación de dinero opaco al fisco y de los que se benefician de las amnistías fiscales que cocina Montoro. En la película El lobo de Walt Street, con DiCaprio convertido en un depredador de las finanzas, Scorsese muestra la cruda realidad, con mucho humor, que se cuece en el santuario helvético, cómo se crean a velocidad vértigo las cuentas multimillonarias. Allí no puede convertirse Urdangarin en un sujeto ajeno a las trapisondas extractivas. No es un buen lugar.
