Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, cantaba Serrat. Y temo que este artículo no lo tenga. Acaso, incluso, levante alguna ampolla. Solía enfadarme con mi abuela, quien me repetía hasta el hartazgo que la verdad duele, argumentando que yo siempre quería la verdad y que ya sería yo quien decidiera cuánto dolía. Mi abuela me advirtió que decir siempre lo que uno piensa me traería problemas y me dejaría, en alguna ocasión, sin amigos. Mi abuela nunca se equivocaba. Pero esa bendita mujer también me educó en valores como la lealtad hacia uno mismo y hacia los demás. Y de esos principios no he podido desprenderme por más que esta sociedad -a palos- lo ha intentado. Últimamente se estila mucho ser solidario. Yo misma soy la primera que intento serlo. Si nos vamos a la RAE, el concepto solidaridad significa: Adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles.
El término esencial aquí es ajeno. Sobra decir que cuando uno es solidario no espera nada a cambio ni material ni personal. Pero los tiempos cambian, eso lo tenemos todos claro. Un megalómano sin medida preside los EE UU, algo huele a podrido en la realeza y la solidaridad se vuelve egocéntrica. Porque no sé qué es peor, si ser solidario esperando recibir a cambio dinero (un nuevo móvil, un ordenador personal, entradas gratis para el fútbol) o ser solidario buscando el mero reconocimiento personal, ese reconocimiento que te falta en tu triste vida diaria, porque carece de sentido y necesitas disfrazarla con acciones (in)solidarias. Para ser una persona dada primero hay que ser buena persona, una cosa sin la otra da como resultado un esperpento. Y es que ser solidario también es rodearse de gente que luche por el mismo fin que tú para, de esta forma, aunar fuerzas y conseguir mayores beneficios para las personas que serán destinatarias de esas buenas acciones. El fin de la solidaridad son los otros, siempre los otros que están en una situación de riesgo, ya sea por enfermedad o pobreza. Los otros. El fin son ellos, los que lo están pasando mal. No lo somos ni tú ni yo: los solidarios, los que hacemos grandes cosas. Los otros. Por eso me apena cuando observo a algunas entidades sin ánimo de lucro ponerles la zancadilla a otras para obtener el reconocimiento de una gran labor sin compartirlo. Por eso me entristece ver cómo algunos dirigentes se olvidan de la primera persona del plural (nosotros) para hablar solo en primera persona del singular (yo). Por eso sufro cuando veo que en lugar de darse la mano y caminar juntos, porque persiguen el mismo fin (ayudar a un colectivo desfavorecido) lo que hacen es pisarse, excluirse, sembrar de minas el camino. Pretenden arrogarse así el mérito de todos. Hoy tememos a Trump, pero el trumpismo existe desde hace mucho tiempo por estos lares. Con el paso de los años he aprendido que quien menos ruido hace es quien más trabaja por y para los demás. En cambio, esos que hacen tanto ruido, que se venden tanto, que proclaman a los cuatro vientos lo buenos y solidarios que son, los que no trabajan en equipo, los que exigen que su nombre aparezca primero en los carteles, los que se atribuyen los premios colectivos. Ésos son solo egos (in)solidarios. Y ríase usted del de los escritores.