Érase una vez un muchacho tímido, de nombre Andresito. Él vivía con su familia en un pueblo de Soria, de esos en los que solo hay dos estaciones: el invierno y la de autobuses [dícese de el transporte colectivo llamado guagua, pero en su denominación peninsular]. Andresito se sintió siempre como gallina sin nidar, como pulpo en garaje de Sagulpa [menos el de la Puntilla, que es hábitat preferente para cefalópodos y otros bichos marinos], como jardín sin flores, como pan sin matalauva, como sancocho sin pella... Es decir, metido en una desazón [maguado en lenguaje isleño]. Andresito tenía la sensación de que no encajaba. Su hermano el mayor era todo lo que se esperaba de un chico autóctono. Apañado como el solo para todo tipo de chapuzas caseras. Que se rompía la lavadora, él cogía los cojinetes de la vespa y en menos que se chupa un espárrago aquello centrifugaba como un tornado fuerza ocho. Lo mismo ayudaba a parir un ternero, que organizaba la escala en hi-fi para las fiestas del pago. El padre de Andresito estaba fijo afrentándolo, que si mira tu hermano, que si qué gran chico, bueno para todo, que no se desperdicia nada de'l, como del cerdo [eso era piropazo para el progenitor de Andresito].

La madre, sin embargo, había descubierto algo en su pequeño... Eso lo saben las madres desde que la Tierra estaba caliente... Y todo gracias al detector de drag queens en potencia que viene instalado de serie en cada cerebro materno y que salta como saltamontes desde que el chiquitín echa a caminar. "Tú y yo nos vamos para Gran Canaria, hijo mío, que yo sé lo que a ti te tiene en un ay". Andresito y su madre están desde ayer en la Isla y ella acaba de empujarle al escenario: "¡Suéltate, Andragsito!"