La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

OBSERVATORIO

La leyenda urbana del fin del trabajo

En un país como España, cuya economía tiene gran dificultad para crear empleo (hoy los ocupados son dos millones menos que en 2007), no sorprende la atención prestada a las tesis que defienden el fin del trabajo. Según ésta, la digitalización o automatización de los procesos económicos estaría sustituyendo el hombre por la máquina dejando inactivos a millones de trabajadores. El reparto del empleo, la renta básica universal y otras propuestas en boga hoy entre nosotros encuentran en esa interpretación del impacto de la revolución tecnológica uno de sus principales apoyos. La realidad española, sin embargo, está muy lejos de ser generalizable y las estadísticas no apoyan una visión catastrofista de los efectos de la digitalización.

Sin duda la expansión geométrica de las tecnologías de uso general (TUG), aquellas con aplicación en innumerables campos diferentes, ahorra empleo. Los que han desparecido como consecuencia de su difusión están en la mente de todos. En no pocas actividades cotidianas interactuamos con máquinas cuando hasta hace poco, cuando esa actividad existía, había una persona. Pero esa constatación no es la única relevante. También lo es la respuesta a dos interrogantes que se vienen soslayando sistemáticamente: si este ahorro es significativo en relación con el total de los empleos y, en segundo lugar y sobre todo, si los destruidos están siendo más o menos que los creados por su difusión.

Respecto a la cuantía de los empleos afectados, las estimaciones más sólidas apuntan a una magnitud notable. La más pesimista (Frey y Osborne) la cifra en torno al 50% de los puestos de trabajo totales tanto en Reino Unido como en Estados Unidos. En cifras absolutas, 15 millones en el primer caso y 80 en el segundo. Otras estimaciones llegan a resultados todavía más espectaculares. Según el Banco Mundial dos tercios de todos los puestos de trabajo en los países en vías de desarrollo son susceptibles de ser automatizados, aunque a continuación añada que ello es solo una posibilidad tecnológica. Sin embargo, estas estimaciones se refieren a puestos de trabajo afectados, no destruidos. Y, por otro lado, no son las únicas. Hay otras, (McKinsey) en las cuales la conclusión es menos alarmante: la transformación de las tareas vinculadas a cada ocupación no tiene por qué conducir a su desaparición sino a la modificación, en muchos casos radical, de sus funciones. De ellas se habla mucho menos. Entre nosotros nada.

En todo caso, como se ha indicado, ésta es solo una cara de la moneda. La otra son los nuevos puestos de trabajo creados por los efectos en cascada de las innovaciones. Es común asociar las nuevas tecnologías a la desaparición de empleos pero no a su creación. Sin embargo, en muchos casos están creando nuevas actividades, impensables hace poco, que no sustituyen a ninguna anterior. La descontaminación de la central nuclear de Fukushima, por ejemplo, está siendo posible gracias al uso de robots cuyo diseño, fabricación y uso crea nuevos empleos, no destruye los existentes. En otros casos tampoco la innovación elimina el trabajo, sino que lo transforma mejorando sus prestaciones. La cirugía robótica es una de las muchas muestras posibles: es menos invasiva y mejora la precisión humana, pero el cirujano sigue siendo necesario. Eso sí, se hace imprescindible renovar su formación. Un aspecto decisivo de esta época de transformaciones tan profundas como aceleradas.

Pero la mejor constatación de que la tesis del fin del trabajo es un mito está en las estadísticas. En los inicios de la actual ola de cambio tecnológico uno de sus pioneros defensores fue un divulgador estadounidense con pretensiones de profeta, Jeremy Rifkin. De hecho el libro donde resumió sus tesis se titula El fin del trabajo. Pues bien, en el año de su publicación, 1994, había en el mundo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 1.861 millones de ocupados. Hoy superan los 2.740 millones, casi un 50% más. Incluso suponiendo que esas negras conclusiones fueran de aplicación exclusiva al mundo desarrollado, las cifras tampoco la corroborarían. Aún con el impacto de la Gran Recesión hoy hay en ellos 60 millones de ocupados más.

La información estadística refleja que, incluso en una región del mundo con problemas evidentes para conservar su posición en el mercado global como es la Unión Europea, el fin del trabajo está le-jos de formar parte de la realidad. Reino Unido y Alemania también han venido creando empleo a pesar de la crisis y del avance evidente de la digitalización en su seno. Y gran parte de él es de cualificación elevada. Una heterogeneidad tan elevada demuestra que el problema, por tanto, no es la digitalización sino la mayor o menor capacidad de cada economía para adaptarse a ella (y a sus decisivas consecuencias).

Las actividades en las cuales la máquina elimina al trabajador, de los cajeros automáticos a la mecanización de la gestión de stocks pasando por algunas cadenas de montaje o la reproducción ilimitada de un bien sin coste (las copias digitales), no son las únicas existentes. Sin duda, son muchas y con efectos dramáticos sobre los implicados incluyendo aquellas ocasiones en que el trabajador desplazado acaba encontrando otro empleo. Pero en modo alguno son todas. Lo cual implica que dentro de cada economía va a haber ganadores y perdedores.

Es lo que sucedió en etapas previas de grandes transformaciones como la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII en Inglaterra, ligada a la máquina de vapor, y la Segunda Revolución Industrial, relacionada con la electricidad, en-tre 1870 y 1913. Si la experiencia histórica es un buen predictor, los asalariados forman parte de los segundos. En ambas etapas, el empleo total aumentó, aun desapareciendo para siempre muchos de los tradicionales, pero el alza salarial fue muy posterior al inicio del incremento sostenido del PIB: cuatro décadas en el primer caso y algo más de dos en el segundo. No es lo único relevante a destacar sobre las enseñanzas de la historia económica. En aquellas dos ocasiones, la posición ocupada por cada economía en el tablero mundial quedó modificada. Mientras unas mejoraron su situación relativa otras la empeoraron y algunas, como Argentina desde finales del XIX, entraron en decadencia.

A la vista de todo ellos, quizá se puede defender que lo que está ocurriendo en la actualidad no es que las TUG están acabando con el trabajo, sino que la incapacidad de España, como de otras economías, por adaptarse a ellas está limitando su capacidad para crear empleo (en especial de calidad) y deteriorando el nivel de vida de una parte muy sustancial de sus habitantes. Esperemos que no irremediablemente, aunque de seguir todo como hasta ahora los motivos para el optimismo no abunden.

Compartir el artículo

stats