Hemos despertado con una niebla que divide los edificios en dos. En el ascensor ya se dice: vivo en Las Palmas de Gran Canaria por encima de la bruma, y un vecino cualquiera contesta que él está por debajo, pero también en Las Palmas de Gran Canaria. Uno abre la ventana con el pensamiento puesto en la espesa calima que le va a amargar la garganta. Un terrón de tierra. Pero no: se encuentra con un paisaje de medusas lechosas, el del pasajero del Boeing que atraviesa el Atlántico a ciegas y que divaga sobre el obstáculo que va a esquivar la pericia del piloto. A él lo único que le ocurre es que estira la mano y se lleva un susto de muerte al sentir el tacto de una sábana del tendedero. Las plataformas petrolíferas son más que nunca ciudades a la deriva. Ver sus crestas mecánicas por encima de la niebla le traslada casi a un Blade runner plagado de ingenios industriales humeantes y agresivos. En la calle no se habla de otra cosa: la sensación de vivir por encima y por debajo de la niebla. El lugar exacto donde se produce la división cotiza al alza, provoca tanta expectación como el paso de un eclipse en el XIX. Los que viven por encima de la niebla están en una fiesta continua, creen que han sido designados por el creador para algo apoteósico. En el ascensor se oye a uno, muy excitado, que comenta en voz alta la posibilidad de que la zona del edificio inmersa en aquel blanco soporífero va a levantar vuelo hacía un lugar desconocido, arrancada de la estructura por un dron enorme. Hay hasta personas que han dejado de trabajar y muchos niños ya no asisten a clases, prefieren estar en casa a la espera de acontecimientos. Al día siguiente la niebla desaparece y la mayoría cae en una depresión por falta de entusiasmo ante la vida. La esperanza es que el fenómeno se vuelva a repetir. Pero viene la aburrida calima.
