El pasado lunes 6 de marzo, dos jornadas antes de la celebración del Día Internacional de la Mujer, los miembros del Parlamento británico debatieron en la Cámara de los Comunes una importante cuestión cuya relevancia de cara al futuro está fuera de toda duda. Un comité parlamentario ha- bía procedido previamente a elaborar un informe de 54 páginas titulado "Tacones altos y códigos de vestuario en el puesto de trabajo", que reflejaba, a su vez, un estudio en profundidad realizado tras recabar 730 testimonios de mujeres afectadas por imposiciones en sus vestimentas de trabajo. Porque no se trataba únicamente de los perjuicios asociados a llevar tacones durante horas y horas, sino de atender a otras directri-ces como las de teñirse la raíz del cabello, exhibir atuendos sugerentes o aplicarse maqui-llaje con frecuencia. Y, aunque ese debate en sede parlamentaria no sea vinculante, está aumentando notablemente la presión política y social para que las empresas eliminen de una vez por todas estas lamentables exigencias.

La promotora de esta justa reclamación es una joven de 27 años que fue despedida de su puesto de recepcionista cuando se negó a cumplir la imposición de sus jefes de usar tacones, alegando que en nada favorecía al desempeño de sus tareas y que, por el contrario, iba en detrimento de su salud. En un principio, temió posibles represalias ante su postura pero pronto se dio cuenta de que era necesario elevar la voz y denunciar una situación completamente fuera de tiempo y de lugar. Y así lo entendieron también los más de 150.000 firmantes que, apoyando su reivindicación, han conseguido convocar a sus diputados para instar al Gobierno a revisar estos usos y a hacer efectiva una legislación que, pese a estar en vigor, sufre un constante incumplimiento por parte de numerosos empleadores de los sectores profesionales más diversos. En el concreto caso de la denunciante, además del tipo de calzado, las recomendaciones incluían la reaplicación de maquillaje, lápiz labial, rímel, sombra de ojos, laca de uñas de una paleta de colores específica, grosor de medias y raíces invisibles en el cabello teñido. Una completa locura.

Resulta lógico que en determinadas profesiones se contemplen directrices en cuanto a la forma de vestir, habida cuenta su relevancia en la ejecución de la actividad a desarrollar. Por ejemplo, nadie discute que en una cocina sea imprescindible lucir el cabello recogido y cubierto por cuestiones de higiene. Sin embargo, ¿de qué modo o en qué grado mejora el desempeño de una tarea el hecho de llevar la falda a una altura determinada o de elevarse sobre unos zapatos diez centímetros por encima del suelo?

En mi opinión, revisar estas diferencias tan extremas entre las indumentarias masculina y femenina en el ámbito laboral es otro reto (uno más) en aras a reducir la recurrente discriminación por género. De ahí que muchas compañías aéreas y ferroviarias ya hayan modificado los otrora estrictos códigos estéticos de sus azafatas, permitiéndoles utilizar pantalón al igual que sus compañeros.

En España existe un precedente judicial sobre esta materia. El pasado mes de julio de 2016, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid anuló la sanción de seis meses de suspensión de empleo y sueldo impuesta a una guía de Patrimonio Nacional que se negó a vestir el uniforme y a calzar zapatos de tacón. En dicha sentencia se afirma que obligar a las mujeres a llevar tacones en el trabajo mientras que los hombres que realizan las mismas funciones pueden usar zapato plano es una distinción vinculada al sexo y, por lo tanto, una actitud empresarial que no está objetivamente justificada. En consecuencia, la empresa deberá ofrecer la opción de un calzado de iguales características que el de los varones a las compañeras que así lo requieran. Desde luego, cuesta creer que a estas alturas de la Historia tengamos que seguir reclamando obviedades de esta naturaleza. Desgraciadamente, aún nos quedan muchas barreras por franquear. Demasiadas.