Inmediatamente después, descubrió el movimiento y la proximidad de las pisadas de dos personas enmascaradas que salían de un recodo enfrente, y traspusieron desviándose para el sitio más oscuro del fondo del patio. Hizo un intento de llamarles la atención para ir detrás de ellas porque se encontraba sola, pero no anduvo a tiempo, la bruma se las tragó como si las hubiera vomitado primero, o fueran sus hijos y tuviera derecho a comérselos vivos completamente.

¿Adónde se habían dirigido aquellas dos figuras, que no se fijaron en nada, como si aquella parte del patio formara parte del trazado de una serventía de paso, conectada con otra vereda, que empataba al camino real, nada más? ¿De qué adentro procedían, y de qué lugar las habían llamado, y en qué sitio nuevo se iban a acomodar? ¿Qué esfuerzo les hubiera costado levantar la mano, o decir algo, por educación, con deferencia?

Tenía la impresión que por diferentes causas de seguridad la cabida total de la casa había quedado dividida en cuatro partes, sin contacto entre ellas, y convencida de que una extrañeza ignorada indescifrable próxima que algo tendría que ver con la reforma imprevista acometida en aquella madrugada que acababa de finalizar, y le faltaba por conocer, María Cahína cambió de sitio y se trasladó a la esquina del patio de abajo, abierta al naciente. Y se encontró con la composición de un jardín imprevisto, solamente abierto a sus ojos, oculto entre la bruma, impropio de una casa como aquella. ¿Aquel era el gran secreto que guardaba la casa de los compadres, sin categoría aparente, y por esa razón las reformas se hicieron a aquella hora de transición de la bruma rastrera, para que la raya entre el patio abierto al naciente, y la selva del jardín fuera inaccesible a cualquier curioso, que la desconociera porque no la sabía apreciar, y nadie extraño, con distinta clase de mirada, pudiera apreciar el valor de las plantas salvajes que criaba? ¿Aquel jardín podía ser la reencarnación de la selva de Doramas, mantenido a lo largo del tiempo en el patio abierto desapercibido de la casa de los compadres, orientado hacia el naciente, para que sólo lo contemplaran y lo admiraran los iniciados en la belleza? ¿Quién podía soñar que en aquel rincón impersonal se pudiera encontrar aquella selva amarilla y verde y oscura completamente impenetrable a cualquier mirada dispersa o traicionera? ¿Cuánta gente conocida y desconocida podía albergar un jardín como aquel que encarnaba una selva de otro tiempo con toda su magia?

Ahí lo tenía. No podía evitarlo. Sixto Reyes levantó la cabeza y se orientó hacia el pico de la montaña Roja, de la orilla de mar, se viró a poniente y razonó sobre la corona de la punta de Rasca, siguió hacia arriba y se detuvo en el peñón de la Centinela y concluyó el recorrido con los ojos en el camino del sol de los muertos de la montaña Colorada, al medio de la cumbre. Dentro de aquel recuadro recreó un universo único irreversible, visión de aquellos territorios que lo confundió con su imaginación. Sólo fue un instante de visión y de dominio. Y lo dejó de ver. Sabía que se hallaba en el puesto seguro para rechazar cualquier ataque: la seguridad y la confianza de la doble máscara. Era inconsciente del poder.