La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Javier Durán

RESETEANDO

Javier Durán

Pudridero

Pese a todo el frenesí enajenante que toda cifra cuadrada atrae, el sesenta aniversario de los tratados que dieron paso a la Unión Europea es la fanfarria de la paz y el progreso, pero también la tristeza de que los logros dan paso a los pudrideros que llenan de temor. La politóloga iraní Nazanín Armanian, exiliada en España, decía ayer en este periódico que lo que hace la ultraderecha en Holanda, Francia, Alemania o EE UU es poner a los trabajadores nativos contra los inmigrantes para gobernarlos a todos mejor, una política de "divide y vencerás" que "camufla la incapacidad del capitalismo de garantizar el estado del bienestar". Y tenemos que estar alterados o nerviosos de cómo estas serpientes tratan de esparcir el odio racista para soliviantar comportamientos y fomentar la violencia. No hay ningún tipo de cortapisa moral ni ética capaz de frenarlos: un ejemplo de ello ha sido la imagen de la mujer cubierta con un pañuelo, que, tras el atentado de Londres, fue fotografiada mientras hablaba por el móvil cuando a su lado, en el suelo, un herido recibía atención. La imagen se convirtió en viral de inmediato, a la manera de un tótem explicativo de cómo a la mujer musulmana le daba igual el acto terrorista, y que ella iba a lo suyo pese al escenario de sangre y terror que había a su alrededor. La carroña tuitera se disparó. Se inició una campaña delirante, tribal, que esparció a diestro y siniestro un mensaje islamófobo. No sé si alguien llegó a preguntarse si la mujer sólo se comunicaba con alguien de su familia; si realmente se encontraba cerca, que es la conclusión lógica, en el momento del atropello del terrorista yihadista y que podía haber sido una víctima más; ni siquiera si su gesto tras los bordes del pañuelo era de susto y de impotencia... Nada. Ha tenido que ser ella la que, desde el anonimato, ha aclarado que en el momento del móvil llamaba a su entorno más cercano para decirle que se encontraba bien. El mismo fotógrafo que la retrató, en su deseo de ayudarla, difundió otra imagen en la que se podía ver de forma más clara su gesto de desesperación por lo que acababa de ocurrir en Westminster, al lado mismo del Parlamento británico. Pero de poco servían ya tantas explicaciones ni rectificaciones: los lobos solitarios de las redes sociales le asignaron una etiqueta y la pusieron en sus respectivos pedestales para que todos viesen lo que representa Londres para un musulmán, lo poco que les preocupa un atentado en el meollo de la historia de la democracia... Nada, absolutamente nada. La propia mujer ha sido la que ha metido el dedo en la llaga de un europeísmo que empieza a llenarse de cowboys, de elementos a los que les gusta la fanfarronería de Trump o la gelidez de Putin, un trumputismo de garra gorda. Ella misma ha dicho que sólo se fijaron en su ropa, que nadie intentó indagar más allá, sino que el pañuelo con que se cubría fue la señal para enloquecer, casi un grito de guerra para abrir la espita de este Ku-Klux-Klan de las horas más negras de la UE. Y todo ello sucede a la vez que en Roma se celebra el sesenta aniversario de una idea que nos alejó de la barbarie de una Europa llena de los escombros de los bombardeos. Nada de lo ocurrido, nos dicen, se volverá a repetir. Ojalá sea así, hay que creer en ello. Cerrar el paso a los que echan combustible a los instintos más primarios, a los que quieren llevarnos una vez más al pudridero.

Compartir el artículo

stats