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Javier Durán

RESETEANDO

Javier Durán

Meterle mano a la azotea

Embutir la azotea de copas de árboles con mandarinas en miniatura y de plantas medicinales para el estreñimientos o las piedras en el riñón tiene que ver, imagino, con los 60 años de la Unión Europea y la necesidad de parecernos cada vez más a los centroeuropeos. Aquí, en LPGC, no pegan ni con cola esos edificios que terminan en buhardilla, muy en plan parisino, de bohemia de cartón, y decorados muy a lo hippie chic. Normativizar la azotea también tiene su pero: ya fueron y son tendederos, aunque desde la guerra civil funcionaron como huertos para la hambruna y para meter una cabra y un par de gallinas productoras. Y sirvieron de espacio de asueto y de secretos inconfesables, muy literarios, que escapaban del orden normal de la vivienda: unas veces, los cuartos de azotea eran proveedores de extraordinarios descubrimientos sobre otras vidas, y otras de disgustos nunca queridos ni asimilados. Ya sabemos que por cirugía estética quedan horribles los bidones y tanto recoveco moruno. Igual sucede con lo de la contribución a la calidad de vida de una vegetación intensa en lo más alto de los edificios. Pero no podemos evitar regodearnos proustianamente en lo que va a desaparecer, y en lo pesado que nos va a resultar encontrarnos a tantos y a tantos sumidos en la pericia del abono o en la compra de utensilios en la sección de jardinería de Leroy. ¡No! Y lo peor de todo es que tengo que reconocer que desde el avión o por el Google Earth todo va a resultar como un gran jardín, una estrambótica finca que desde las alturas se ve tupida, de un verde intenso, un latifundio enorme, excesivo, que no deja ver nada. Los humanos no paramos de darnos sorpresas a nosotros mismos: vamos a levantar en las azoteas, en huertos primorosos, una versión aproximada de todos el verde que nos hemos cepillado.

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