Susana Díaz, secretaria general de la federación socialista más poderosa del país, está dispuesta a devolver al PSOE a su sitio después de dejarlo hace apenas dos años en manos de Pedro Sánchez, que se ha propuesto destruirlo. En el pecado está la penitencia de soportarlo y hacerle frente en la encarnizada lucha de las primarias para decidir el futuro de la organización, que se halla más dividida que en ningún otro momento de su reciente historia. Pero los partidos son así. Crean monstruos que luego se vuelven contra las razones de su propia existencia para poder salirse exclusivamente con la suya. A Sánchez le dio oxígeno la dirigente andaluza, que no encontraba el momento para lanzarse al liderazgo, tras la debacle de Zapatero y el breve periodo de Rubalcaba. Pensó que era más cómodo y oportuno dejarle provisionalmente las llaves de Ferraz a alguien manejable como supuestamente era Sánchez y así evitar un riesgo que no existía con Madina. El muñeco cobró vida propia, salió despedido de la secretaría general tras dos estrepitosas y sucesivas derrotas electorales y de un pulso final con la vieja guardia, que lo convirtió en víctima para una gran parte de la militancia, e inopinadamente en adalid del ala izquierda cuando precisamente provenía de la contraria. Los guiños posteriores a Pablo Iglesias y Podemos nutren la tesis que defienden la Gestora y Susana Díaz de mantener al PSOE tal como era sin confundirse con la izquierda indigente. Por el contrario, Pedro Sánchez se vale del "no es no" al Partido Popular para acusar a la actual dirección de connivencia con la derecha. Su postura radical ha hecho que cierren filas contra él exdirigentes socia-listas que habían dejado de hablarse: Felipe González y Alfonso Guerra, Zapatero y Bono, etcétera. Se han unido contra el usurpador del fuego sagrado al que dio cuerda la andaluza que ahora lidera la batalla contra su desafortunado invento.
