El PSOE comenzó a enfermar políticamente por un problema de gestión interna. El felipismo se prolongó mucho, quizás más de lo debido, y bajo un manto de pana que terminó siendo de armiño la organización, que a veces jugó a solaparse con el Estado, se oligarquizó ferozmente, tanto en dirección federal como en las baronías autonómicas y en bastantes ayuntamientos. Por supuesto, quien debió enfrentarse a esa situación fue José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no lo hizo. Toda su preocupación consistió en liberarse del felipismo y crear su propia aristocracia -el núcleo aquel de Nueva Vía que se reunía a conspirar en el domicilio de Trinidad Jiménez- con ducados tan espeluznantes como los de Pepe Blanco, que siempre supo más de depuraciones que de elecciones. Un amañao sin reservas ni reparos. Rodríguez Zapatero se dedicó a promocionar enloquecidamente a leales que bastara que lo fueran para entregarles un Ministerio o una Secretaría de Estado. Un juvenalismo estúpido e indiferente a cualquier criterio de meritoriaje que solo interesaba a los jóvenes promocionados por el secretario general. Algunos ven el zapaterismo como una etapa de oro, pero la patologización del PSOE comenzó ahí, y la crisis financiera, con sus efectos en la economía empresarial y la implosión del paro, acabó con sus posibilidades electorales. Rodríguez Zapatero, sí, era un socialdemócrata, pero tentado por gestos populistas para rescatar a amplios sectores de las clases medias que le estaban dando la espalda a los socialistas, y de ahí los cheques bebés y otras gaitas, algunas muy caras, otras simples boberías cenicientas.

Pedro Sánchez es otro de los errores del PSOE. Un chico alto y telegénico que ahora quiere poco menos que convertirse en una versión calisténica del Che Guevara. Sánchez supuso un recurso de emergencia articulado por buena parte de la élite del partido: Susana Díaz lo avaló con todo el poder (y los votos) de la federación andaluza. Sánchez no tiene una sola razón para criticar sólidamente a la dirección del partido y a sus compañeros al frente de comunidades autonómicas. En su ejecutiva tenía una amplia oposición que rechazaba encaminar el país a unas terceras elecciones generales consecutivas y jamás un secretario general (incluido Felipe González) tomó una decisión estratégica sin obtener una unanimidad negociada, charlada, apalabrada entre el líder y el comité ejecutivo federal. Lo penoso es contemplar a Díaz enfrentándose con su antiguo ahijado, lo penoso es que Díaz, ciertamente, ha ganado elecciones, pero con un apoyo declinante, nada extraño después de treinta años de gestión socialista en Andalucía con fracasos cronificados y casos de corrupción espeluznantes. Ninguna de estas dos apuestas -Patxi López está por ahí casi por casualidad, como Pilatos en los Evangelios, lavándose las manos mañana, tarde y noche - beneficiará al PSOE. Quizás, como indicaba el politólogo Fernández-Alberto, los socialistas, empezando por sus dirigentes, deberían pensar en qué hacer con un apoyo electoral que se moverá entre el 20% y el 30% en la próxima década. No lo harán. Están encerrados, como en un juguete letal, en la más desastrosa nostalgia de sí mismos. La nostalgia de ser de izquierdas y no saber cómo. La nostalgia de querer gobernar y no saber por qué.