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OBSERVATORIO

Por qué ir al cine

La historia del cine, en su mayor parte, es una historia de las muchas "crisis" del sector. El cine lleva más de medio siglo sumergido en un estado de nostalgia endémica que se repite a sí misma: "esto ya no es lo mismo". Pero lo que hasta ahora parecía ser una letanía habitual entre los profesionales y los cinéfilos se ha vuelto algo más visible para el espectador común: hay síntomas de decadencia en la exhibición, y no sólo en las siempre sufridas salas pequeñas, sino en todas y, sobre todo, en los grandes multiplex. ¿Qué está sucediendo?

Obviamente, esta industria es hija de una época ya lejana en la que ir al cine era una hábito co-tidiano y prácticamente universal, pero hace mucho tiempo que esto dejó de ser así. A juzgar por los datos exclusivamente referidos a nuestro país, parece ser que la verdadera crisis de la exhibición de cine se produjo entre 1968 y 1988, periodo en el cual tantas cosas cambiaron. A lo largo de esos 20 años, el número de pantallas, que eran casi 8.000, descendió a menos de 2.000. La caída fue muy acusada en la década de los 70, y terminó de cuajar en los primeros años 90, cuando a los multicines, que barrieron con las grandes salas de toda la vida, los siguió la implantación de los multiplex. A partir de ese momento, la cifra se iría estabilizando en torno a 3.000-4.000 pantallas.

Más representativas aún son las cifras de asistencia anual por habitante: de promedio, en aquel lejanísimo 1968 los españoles iban más de 11 veces al cine cada año. En 1988, sólo dos veces. Desde entonces el promedio ha ido oscilando entre el 3,5 en los primeros años del nuevo siglo y el 1,6 del peor año de la crisis económica, 2013.

El punto de inflexión había sido la crisis del sistema de estudios a escala mundial a principios de los años 60. A partir de entonces, sólo ha habido una caída, pero con dos fases. Primero fue la llegada de la televisión la que retuvo al público más adulto en los hogares y convirtió en ocasional el acto de ir al cine. Luego fue la disgregación de la pantalla doméstica en múltiples pantallas, con la llegada de la cosa digital.

De hecho, el camino emprendido por lo digital ya había sido abierto por la televisión, y tiene implicaciones muy serias y que sobrepasan el ámbito del cine: como la música y la prensa, las películas se consumen hoy sobre todo como información; ni como espectáculo (que en el imaginario económico del espectador sería más bien un servicio) ni como mercancía. Esto lo cambia todo. La visión utópica dice que la información debe circular libremente. Aquí se pierde el hecho de que, aun no siendo mercancía, ha sido producida con trabajo. Una visión distópica añadirá que, al transformarse en información, el producto se degrada. Porque es tal el exceso, precisamente, de información accesible, que ella misma pierde no sólo su valor de cambio (como mercancía en un mercado), sino también valor de uso. Deja de ser algo único, singular, especial.

El cine ha multiplicado su diversidad de públicos, narrativas, poéticas. Pero esa diversidad se dispersa bajo el peso del mainstream, esto es, del cine, digamos, más nítidamente "industrial" -ahora complementado por las nuevas series- en lugar de dejar sitio a lo distinto en la vasta oferta audiovisual. En cuanto se abre un nuevo territorio, el cine "industrial" lo invade. Sin apenas hueco en la parrilla oficial de las pequeñas pantallas, el "otro" cine (el que antes llamábamos "de autor") sobrevive mientras tanto en los reductos de la cinefilia: festivales, filmotecas, algunos centros de arte y lo que queda de las salas pequeñas y vocacionalmente cinéfilas de "versión original". En estos santuarios, se respira un vaho a nostalgia: el promedio de edad de su público empieza a ser alarmantemente alto. ¿Es un recital de bel canto, es un concierto de jazz?, podría preguntarse uno ante las colas allí formadas. No: es que estrenan una de Jim Jarmusch con vampiros.

Ante ese panorama, es difícil pedir al espectador pasional y erudito que no incurra en las descargas ilegales: aquello que ama no es puesto en valor por la industria y las dinámicas de mercado que le exigen pagar por lo que "consume". Además, la era digital nos ha acostumbrado a disponer de información instantánea, y la red le facilitará las cosas (poniéndoselas muy difíciles a quien gastó dinero en producir la película, y por extensión, a todos los que habrían de obtener algún beneficio o un mísero jornal de ella).

Es dudoso que sea útil denunciar a media humanidad como practicante de piratería. Cuando la excepción es norma, la cosa sólo puede significar que hay contradicciones enormes en el sistema desde su base. Pero lo cierto es que, entre unos y otros, una sala, permanece atrapado y rebasado el cine como experiencia estética, como experiencia del espíritu ante las imágenes proyectadas en una pantalla grande en el entorno comunitario.

Y en el centro mismo de este círculo vicioso está precisamente aquel público que el cine mimó durante el último medio siglo: los jóvenes, que además de "digitales", son por lo general poco solventes.

Lo que todo este panorama dibuja es el motivo que explica por qué algunos intelectuales llevan tres décadas largas proclamando "la muerte del cine". No es que ya no haya Fellinis, Kurosawas y Tarkovskis. Los hay. Pero nadie hace cola -salvo en los festivales- para ver sus casi inexistentes estrenos. Así que el espectador exigente se ve disuelto en una dicotomía difícil de resolver: para que el cine subsista, hay que ir al cine. Pero en los cines no está, por así decir, el cine.

Las carteleras desaniman con sus monocultivos. Todo espectador tiene derecho a ser una minoría dentro de la minoría que es, a día de hoy, el público de las salas. Desde el punto de vista de la economía, ese derecho simplemente no existe, no es planteable. Ese derecho sólo es planteable desde el punto de vista del valor.

En esta zona compleja, donde se solapan las dinámicas de la información en la era digital y el devenir industrial del cine, emerge la inquietud mayor de quienes, como yo mismo, consideramos el cine ante todo como una forma de arte, y nos dedicamos a divulgar un saber especial sobre dicha forma de arte. Porque aquí aparece el problema de lo que es valioso en sí, al margen de la objetividad económica de unas industrias que emplean millones de trabajadores en todo el mundo. El drama se encuentra en la evidente convergencia de la pérdida de valor económico del producto, con la pérdida de valor cultural (que no artístico) del mismo. Valor cultural aquí significa que algo, en nuestro caso una serie de películas, o autores, o tendencias cinematográficas, afecte de hecho a la época: al imaginario, a los intereses, las potencialidades y los límites de la creatividad tal como se experimentan en un momento dado de forma colectiva (y aquí "colectivo" no significa "todos", sino precisamente la colectividad especial que el fenómeno puede generar, uniendo una masa crítica de conciencias en su pasión por algo).

Lo que experimentamos los divulgadores es mucho más que una pérdida de espectadores. Es la pérdida del relato de la historia del cine que compartíamos (con todas su polémicas, diversidades y frentes), que ya tiene sitio, al parecer, en el imaginario de los espectadores jóvenes. Porque ese imaginario es informacional, no histórico. He dado charlas ante alumnos de Arquitectura (primer ciclo, aclaro) que no sabían quién era Buñuel (y si alguno lo sabía calló por vergüenza). O me he encontrado con que sólo uno de cada diez estudiantes asistentes a un curso de historia del cine, y por tanto interesados a priori, hubiera visto Ciudadano Kane de Welles o Vértigo de Hitchcock. ¿A quién dirigir entonces una sesión dedicada a Tarkovski, a Jean Vigo o a Mizoguchi? ¿A quién el estreno festivalero de un genio tailandés, de nombre impronunciable, o de un joven ironista portugués superdotado para la fabulación? ¿En qué saber previo puede integrarse esa experiencia? ¿Se puede entender algo, o a alguien, de quien ignoramos su particular historia? Mientras el futuro se debaten torno a leyes del cine, incentivos y generación de industria -asuntos urgentes todos ellos, sin duda-, yo me pregunto por el espectador futuro.

El relato de la historia del cine no es sólo un canon de obras maestras, sino un modo especial de integrar la experiencia del tiempo y la historia misma en la imaginación. En el cine, las pantallas siempre fueron grandes, incluso al inicio, cuando se proyectaba en ferias, circos y cafés, porque era la forma de hacerlo rentable: a mayor pantalla, más entradas. El imperativo económico fundó sin embargo una condición poética: la posibilidad de reproducir la escala del mundo como tal, dirigido hacia el individuo particular en un contexto comunitario, no privado. ¿No será que la historia del cine pierde también sentido al disgregarse en la hipermultiplicadora (e hiperdivisora) pantalla doméstica?

La tentación entonces es adoptar la posición pontificante en la que caemos los profesionales de la cultura y las artes, y apelar a la mala conciencia del espectador para decirle: "¡vaya usted al cine!" Pero eso es tan inútil como decir "hay que leer libros", "hay que ir al teatro". Olvidamos que la libertad del espectador responde al deseo, y sólo después, si acaso, a la conciencia cívica. Más bien nos corresponde decir: "vea usted tal película", "pruebe a leer tal libro". Vaya usted, por ejemplo, al ciclo de Iosseliani en el Festival. Quizás se encuentre con películas muy especiales, y además tendrá la suerte de encontrarse a su autor comentándolas. Y si no le gustan, podrá hacérselo saber, aunque, aviso, se trata de un cineasta bastante respondón.

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