Diría que don Antonio tenía los ojos más expresivos que he visto. Chiquititos, pero vivos y curiosos. De esos que hacen vislumbrar un cerebro prodigioso tras la retina. Me imaginaba su mente como una enorme biblioteca, ordenada, muy ordenada, como las que salen en las películas que se desarrollan en un campus universitario donde un profesor descubre a sus alumnos los inescrutables caminos de la sabiduría. Las manos me temblaban cuando fui a hacerle la primera de las muchas entrevistas que compartimos. "Llama a don Antonio y queda con él", me encargó mi jefe una tarde. Hasta ese momento no había topado con nadie que Javier Durán llamara "don". Luego entendí por qué. Aquella era toda una prueba de fuego, porque el gran historiador, exrector de la Universidad de La Laguna, era eso que llaman "una vaca sagrada", más para mí, que acababa de terminar la carrera de Historia. Me preparé el encuentro casi como si fuera a leer una tesis y dirigí mis pasos hacia la Casa de Colón. Al verme torció un poco el gesto. Le parecí muy joven e inexperta, con toda la razón. "¿Vas a entender todo lo que te diga?", me espetó. "Bueno, puedo intentarlo", sonreí. Al día siguiente de publicarse el texto, me llamó. "Muy bien, lo has hecho muy bien. ¿Qué estudiaste tú?". Ese fue el comienzo de nuestro idilio. A partir de ahí, sin dudarlo, daba un paso al frente cuando había que ir a una de sus ruedas de prensa, sacaba su último libro o quería contarme los avances de su banco bibliográfico. Solo tenía que llamarme y ahí me plantaba yo con una libreta y un bolígrafo. Siempre tan directo. Con una capacidad de síntesis envidiable. "¿Lo tienes, Cirita?". "Lo tengo, don Antonio"... y a otra cosa. Porque nunca paraba, nunca. Trabajador serio y muy metódico, quizá ese era el secreto de su eterna juventud, ese y su energía inagotable. Le he visto fajarse con políticos y empresarios para que no dejaran morir sus proyectos e iniciativas, con esa forma suya de reñir, entre broma y broma, tan pinturero él, con sus prendas a juego -seguramente escogidas por Marichu- siempre impoluto y peinado como un niño bueno, pero diciendo verdades como puños. Nada disuadía de decir lo que pensaba a ese maravilloso gruñón que me hizo crecer y cuya muerte me deja el corazón encogido. Descansa en paz, queridísimo maestro.