Algunas izquierdas tienen ciertas dificultades con la libertad de expresión, que en su origen fue un derecho defendido por el pensamiento liberal en el combate contra el orden feudal y su legitimación teológica. Y es que no entienden que defender la libertad de expresión implica dos cosas. Primero que la libertad de expresión termina conduciéndote a defender a gente que no opina como tú y que incluso puede ser, de verdad, repugnante. Y segundo, que la libertad de expresión, como todas las libertades, es un derecho necesariamente reglado, consensuado, compartido. En la libertad de expresión caben la ofensa, la mentira, la estupidez, el sarcasmo, la burla. Pero no la calumnia, por supuesto. No el endosar a otras personas comportamientos delictivos. No el acosar más o menos planificadamente para menoscabar y hundir la figura pública de otro ciudadano o asaltar su intimidad. Intelectualmente no es demasiado complicado. Emocionalmente se antoja una labor ímproba por la escasa capacidad para admitir la crítica y por la seguridad apodíctica en los juicios y las valoraciones propios que nos caracteriza individual y colectivamente en nuestras ínsulas baratarias y aún más allá.

Un ejemplo espléndido lo proporciona desde hace unos días el Cabildo de Tenerife. Coalición Canaria (y antes ATI) dirigen el gobierno insular desde 1987. El Cabildo tinerfeño y sus gestores nunca han sido demasiados comprensivos con la crítica política y administrativa. Inesperadamente, gracias a los resultados de las elecciones locales de 2015, Podemos consiguió formar grupo propio en el Cabildo tinerfeño, y el pacto entre CC y PSC-PSOE se encontró con una oposición singularmente dura, activa e incisiva. Entre los consejeros de Podemos figura Julio Concepción, un animador sociocultural de Arona que ganó notoriedad en campañas de crítica y rechazo a la mefítica gestión del alcalde José Alberto González Reverón, cuyo destino final fue el abandono de la vida política y la condena por los tribunales. Políticamente Concepción es un bebé grandullón y procaz que disfruta de su incontinencia verbal en las redes sociales. En Podemos están convencidos de que un reciente manifiesto promovido por coalicioneros y socialistas para aleccionar sobre el buen uso de las redes sociales está motivado por las guachafitas insultantes que el señor Concepción se monta en Facebook. Quizás sea así, aunque me parece improbable. En lo que no repara Podemos es en que las incesantes groserías y descalificaciones de los post de Julio Concepción, garrapateados a menudo en un lenguaje grosero y faltón (y ese lenguaje solo transparenta la fantasía pueril y obsesiva de una isla de buenos y malos mientras se aproxima la justiciera lucha final) no representa un vibrante ejercicio de libertad de expresión que se pretenda cercenar, sino una logomaquia confusa, feroz, desaforada, que disfruta evidentemente del escarnio. No es un valioso patrimonio de Podemos, sino un lastre para Podemos. Puede divertir a la hinchada podemita -se han apresurado hilarantemente a crear un hashtag, Yo también soy Julio, como si el animado animador fuera objeto de una persecución indescriptible- pero ahuyenta, por su simplismo y su ordinariez, a amplios sectores del electorado, que ni siquiera lo encuentran gracioso. Y esa es la clave. Concepción, como otros políticos de izquierdas o de derechas, no cree que la libertad de expresión sea un derecho constitucional, sino una variable de su aplastante superioridad política y moral que no reconoce adversarios, sino enemigos.