Cada vez somos menos los que recuerdan que hubo un tiempo en el que la intervención sobre el sector turístico era asfixiante, dirigida hacia objetivos políticos y económicos que poco tenían que ver con el desarrollo del sector, y lo condenaba a la incertidumbre y a una trayectoria errática llena de obstáculos (especulación, masificación, precios bajos...). Hoy día perduran muchos de los problemas que fueron abonados en aquellos años en los que se gestó el actual modelo de turismo de sol y playa.

Para entender esta situación hemos de remontarnos a los orígenes, cuando el auge de las comunicaciones y la aceptación de España en el contexto internacional. La política de crecimiento industrial propiciada por el Plan de Estabilidad y los Planes de Desarrollo (1959-1973) pretendía un aperturismo de una economía estancada y autárquica que hacía peligrar el propio régimen dictatorial. Algunas zonas como las Islas Canarias o Baleares mostraban la potencialidad del turismo para atraer divisas, por lo que Franco encarga a Manuel Fraga la proyección, estructuración e impulso del sector a través del Ministerio de Información y Turismo, un sector hasta entonces dedicado a encuentros religiosos, campistas y turismo social en Residencias de Educación y Descanso. El nacionalcatolicismo era sustituido por la tecnocracia opusdeísta cuya transformación económica superó el inmovilismo político.

En los sesenta se sentaron las bases del modelo turístico español y canario, una etapa con apenas referencias para establecer la capacidad de expansión del turismo de masas. La nueva política económica impulsó un desarrollo fuerte y sostenido pero carente de financiación, lo cual consolidó un modelo asentado en la improvisación y la instrumentalización del sector turístico con fines ajenos a éste. Se buscaba el máximo crecimiento al precio que fuera, a lo que contribuyó un mercado que logró por sí solo el objetivo pero al que exigían superar las marcas con un crecimiento turístico carente de criterios selectivos, y un análisis económico cortoplacista en el que los costes sociales o las distorsiones en la asignación de recursos fueron infravalorados o, directamente, ignorados. La administración puso al turismo al servicio incondicional del desarrollo y comprometió así su futuro.

Los instrumentos usados en el momento fueron: política de precios autorizados; líneas de crédito especiales que no contemplaban la internacionalización; creación de una oferta de propiedad pública o mixta; y actuación sobre las infraestructuras y campañas de promoción.

Lo más grave fue la política de precios, con autorizaciones que año tras año eran inferiores a las tasas de inflación que soportaban las empresas turísticas, lo que supuso una infravaloración de las ventajas que presentaba la oferta española respecto a sus competidores en Europa.

El sociólogo Amando de Miguel y el propio Sindicato Nacional de Hostelería y Actividades Turísticas advertían del desfase, al indicar respectivamente que "los servicios públicos que consumen los turistas no compensan las divisas que traen", o más claro: "Se han venido negando, año tras año, los aumentos de precios debidamente proporcionados a la subida de los costes", de ahí que en poco más de una década (entre 1955 y 1973) la pérdida de calidad económica se podía cifrar en un 68% por unos precios muy bajos que impedían la profesionalización del sector, su proyección de futuro y unas bajas tasas salariales que hubo que afrontar en las décadas posteriores.

Así, el turismo se convirtió en fuente de financiación y creadora de renta sin recibir un tratamiento igualitario respecto a otros sectores muy protegidos. O sea, se buscaba inflar la burbuja sin límite, rebasar permanentemente los topes de afluencia a costa de convertir al sector en antieconómico, empresarial y socialmente, a la vez que se descapitalizaba.

De ahí que la primera industria exportadora del país no accedía a los instrumentos de la política de exportación, con una política de crédito turístico pensada para financiar la construcción de alojamientos y dejar fuera las inversiones en el exterior. Y encima, el crédito no era barato y su volumen fue notoriamente bajo. De hecho, el crédito turístico en los sesenta era casi anecdótico y en 1973 apenas representaba el 6% del crédito oficial. Esto condenó al control extranjero a numerosas empresas hoteleras que dependían de anticipos de contratación, con unos precios que acababan por estrangular a las empresas y obligaban a la venta o cesión de los establecimientos, o en el mejor de los casos a sobrevivir sometidos a la dependencia, a la vez que se fomentaba la especulación sobre nuevos suelos ante la pérdida de calidad de los destinos descapitalizados.

Un episodio de esta guerra perdida fue el intento del ministro Sánchez Bella de transformar las oficinas españolas de Turismo en el extranjero en una alternativa al monopolio de los turoperadores, frente a lo cual se recibió un duro ataque por la Federación Universal de Asociaciones de Agencias de Viajes (Fuaav) en su cumbre de Lisboa (1972) que hizo dar marcha atrás al intento.

Algo similar ocurre con las infraestructuras, al relegar los valores estéticos, ecológicos y otros a criterios técnicos, los cuales además chocaban con una realidad que limitaba o impedía tomar las riendas del sector: la incapacidad de las administraciones (que partían de una realidad centralista), en particular la local, para atender las necesidades derivadas del rápido crecimiento del turismo.

El turismo en el III Plan de Desarrollo se encuentra, además, con la crisis internacional del petróleo y la acuciante necesidad de captar divisas para hacer frente al sobrecoste de la energía tras la guerra del Yom Kipur, al cuadriplicarse el precio del barril de crudo. Sin embargo, esta situación no provocó un crecimiento moderado, sino lo contrario, con crecimientos superiores al 30% llegando incluso al 38,8% dos años después del conflicto árabe-israelí. Ante este contexto, el Plan establecía unos objetivos e inversiones que incorporaban más de 750.000 camas turísticas, pero para ello hacía falta mejorar infraestructuras: la pescadilla que se muerde la cola. El Plan se extendía como una gran mancha sobre el litoral español y, particularmente, en los archipiélagos.

A estas políticas se suman las inversiones alemanas alentadas por la Ley Strauss (ventajas fiscales para invertir en países subdesarrollados) para crear fondos inversores como IFA (Gran Canaria) o Geafond (Corralejo e Isla de Lobos), en una época en la que se compraba suelo sin urbanizar. Recordemos que en Fuerteventura a principios de los setenta tan sólo había un técnico de urbanismo para la isla... mientras desde el Ministerio se aprobaban planes especiales de Turismo que ponían en el mercado suelo para cientos de miles de camas por todo el litoral. En Lanzarote, por ejemplo, el alcalde de Teguise llamó al abogado Emilio Sáenz, que se encontró en un sombrío salón de plenos de la villa la gran mesa ocupada por cajas de papeles y, al fondo, al alcalde abrumado que le dice: "Este es el proyecto de Costa Teguise que han mandado los de Explosivos Río Tinto. ¿Qué hago?", a lo que le respondió: "¡Aprobarlo!"

El desarrollo turístico en la década de los sesenta y setenta fue decisivo para compensar el déficit de la balanza comercial, si bien a mayor crecimiento también aumentaba el déficit, pasando en dicha época de 279 millones de dólares a 2.253 millones, debido a la debilidad de las exportaciones frente a las necesidades de importación que provocó la industrialización que auspiciaba el régimen. Aun así, en aquella época, los ingresos por turismo superaron a la principal fuente de divisas: las remesas de los emigrantes y las inversiones extranjeras juntas.

No obstante, el turismo partió la historia de España y hay una historia antes y otra después del turismo. La revolución del turismo. El fin de una economía agrícola hacia una de servicios, a precio de saldo, al no aprovechar la gran oportunidad que se brindaba al país. Por el contrario, se alimentó la bomba (hoy decimos burbuja) del turismo con un modelo económico marcadamente exógeno y dependiente.

Tal fue el despropósito de la política económica que, no contento con los precios máximos autorizados, el Gobierno español también utilizó la política monetaria para intentar hacer caja, perjudicando al sector. De ahí que las devaluaciones de la peseta (1960, el dólar se encareció al devaluar la peseta de 42 a 60 por dólar; en 1967 fue de 60 a 70 pesetas por dólar). Esta obsesión por los precios bajos produjo tres efectos destacados: caía el nivel económico de los visitantes, puso en peligro la salud de las empresas del sector y encareció la deuda externa.

El precio era el principal reclamo y se olvidaba -el Gobierno- de poner en valor las posibilidades de evasión, lo inédito, lo pintoresco, el clima agradable, la apuesta por la salud, la cultura, la moda, etc... Como resultado, empeoró la posición de España entre los destinos turísticos y obligó a las empresas a actuar en condiciones de explotación prácticamente insostenibles para mantener nuestra posición por los precios bajos y, por tanto, con un sector con salarios precarios. Aunque no olvidemos que el turismo hizo progresar a una España agrícola y subdesarrollada.