A uno todavía le queda pese a su aproximada antigüedad facultad para asombrarse sobre cómo se teje la trapera del poder, y si es con Aznar aún más: uno acaba estampándose contra lo hiperbólico, una quintaesencia similar a la que derrama el hombre feudal sobre sus vasallos, regado con unos pellizcos de una autosatisfacción que desborda cualquier piscina, hasta la de la casa de Bertín Osborne en la noche de ayer. Podría referirme a su carencia de autocrítica sobre el 11-M, la foto de Azores, la guerra de Irán, la burbuja inmobiliaria, la corrupción... De nada hay que arrepentirse, incluso volvería a hacer lo mismo. Pero me quedé atrapado con su gesto autócrata para la designación de Rajoy: sólo en su cabeza. De hecho hizo testamento y dio fe de la misma en un vuelo accidentado donde, al ver la parca merodeándole, decidió escribir en una libreta el nombre del elegido para sucederle, y así se lo hizo saber a sus colaboradores. No sucedió nada, y el recambio no fue mortis causa. En la relación entre el líder tocapelotas de la FAES y el actual habitante de la Moncloa hay un expediente de Íker Jiménez, quizás hasta con cierta paranormalidad, algo parecido a la transcomunicación instrumental. Radica el meollo en que, según Aznar, su ministro en varias ocasiones y él no han hablado casi nunca o quizás nunca de algo diferente a decretos, órdenes, inflación, paro, porcentajes, PIB, IRPF, UE... O sea, no han intimado a la sombra de un flamboyán ni para lamentarse del gran sacrificio que han hecho por España, y lo mal que se lo agradecen. Por buscar un símil, el vínculo entre el señalado para regir los destinos del PP y el responsable de ungirlo con tamaña responsabilidad ha sido cesarista o, hasta si me apuran, tan napoleónico como el del corso con uno de sus mariscales. Y es que en el poder no hay amigos, hay aduladores a destajo.