Cualquier cosa que se diga de una persona que muere a los 46 años suena a tópico, y más cuando se trata de una mujer con una enfermedad acoplada a su cuerpo de por vida. Este es un país tacaño a la hora de ofrecer oportunidades a los jóvenes, muy dado a estimular condecoraciones y metopas para los eméritos. Carme Chacón rompió la tendencia al frente de Vivienda, a donde llegó haciendo trizas lo preestablecido sobre las virtudes de la veteranía y las desgracias de la juventud. Pero no es el único vicio nacional: el otro es la campaña soterrada contra los logros juveniles, que son desarticulados sin probanza alguna de su eficacia, y demolidos con pasión por el simple hecho de venir de quien vienen. A esta forja nacional se enfrentó Carme Chacón en el ministerio de Defensa, donde no sólo soportó las embestidas sobre su experiencia primaveral o primaverismo frente a los sables, sino que también alcanzó más de un mandoble machista: mujer y joven pasando revista, lo peor para las Fuerzas Armadas. Su destino lo ha marcado su enfermedad, a la que ella llamaba "el corazón al revés", también su esfuerzo por ir más allá de lo que supone venir de un barrio obrero de Barcelona, y el hecho de ser el combustible para un sándwich del que no pudo escapar: aplastada por Felipe González, corroída por Alfredo Rubalcaba, secuestrada por Rodríguez Zapatero... No ha podido volar sola, sobre todo por culpa de una familia tan agobiante, tan recalcitrante con la libertad, tan dada a mostrar sus facultades, tan querida de sí misma, tan dispuesta a montar mecanos y a desmontarlos desde que las cosas no venían dadas. Chacón amaba su partido, su historia, pero sabía sobradamente que sería engullida por él, que a sus 46 años era un activo que la veteranía ya había dado por amortizado.