El acoso, entendido como una de las formas más estresantes de relación humana, es el acto de perseguir de modo constante y evidente a un individuo con la finalidad de obtener algún beneficio por su parte. Dicha definición admite múltiples opciones, en función de si se ejerce por parte de una o varias personas, de un modo visible o tácito, o según la esfera de actuación (escolar, laboral, sexual, física y, de un tiempo a esta parte, cibernética). Parece ser que esta última intrusión electrónica está deviniendo muy común en las actuales relaciones sentimentales, sobre todo las que se establecen en edades tempranas. Con personalidades inseguras como telón de fondo, los adolescentes utilizan las omnipresentes redes sociales (Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram...) como herramientas de vigilancia de sus parejas. De hecho, muchas de las chicas consideran convenientes estos comportamientos de asedio para mantener el enamoramiento, mientras que ellos se centran, más que en la idea de amor, en la de control.

Según un estudio realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas para la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, este tipo de situaciones se están manifestando en esta concreta etapa con una alarmante frecuencia al alza. Ante la deriva tan preocupante de este fenómeno asociado a las nuevas tecnologías, desde el Ministerio de Sanidad, Asuntos Sociales e Igualdad se acaba de lanzar una campaña institucional que, bajo el título Diez formas de violencia de género digital, está dirigida al citado colectivo, de los que casi un 30% de sus integrantes reconoce ser víctima. En dicho decálogo figuran actitudes tales como interferir en las amistades de la novia con terceros, espiar los contenidos de sus conversaciones de chat, exigirle las contraseñas de seguridad de las cuentas, monitorizar su geolocalización, reclamar respuesta inmediata a los mensajes recibidos o pedirle el envío de fotografías íntimas, entre otras.

Lo verdaderamente paradójico del asunto es que estas prácticas no se califican ni se perciben por parte de sus protagonistas como formas de violencia de género, así que la primera medida a tomar ha de ser otorgarles su perversa carta de naturaleza, con el fin de no llamarse a engaño. Los responsables institucionales quieren poner de relieve la suma de esfuerzos colectivos realizados para combatir esta lacra, desde los medios de comunicación a los padres, pasando por los colegios, las empresas u otras organizaciones. Pero para un mayor éxito de la iniciativa se debe estar presente en la red que, si bien representa un innegable progreso de la técnica, ha abierto la veda a otras vías de maltrato más específicas.

En ese sentido, para poder alcanzar un Pacto de Estado se requiere de una respuesta ciudadana en la que se visualice tanto el rechazo como la colaboración para su eliminación. Las comparecencias en el Congreso y en el Senado sobre esta materia están fijadas para los meses de mayo y junio. Los ejemplos de la campaña identifican formas de daño psicológico y presentan a mujeres empoderadas que están apoyadas por su entorno y se niegan a admitir el acoso ejercido al que se ven sometidas, resistiéndose abiertamente a los distintos requerimientos. Junto a unos dibujos que se distribuirán en las redes, cada acción estará asociada a una breve animación que ayudará a comprender mejor el mensaje que se pretende transmitir y a empatizar con los diferentes contextos en los que se desarrollan, contribuyendo a que se haga visible y viral en las diferentes plataformas de difusión.

No me canso de insistir en que la lacra de la violencia de género en todas sus manifestaciones es una cuestión de Estado que exige una firme respuesta política y social. Se trata, sin ningún género de duda, de un gravísimo problema que nos atañe a todos como sociedad y ante el que no debemos girar la cabeza. Implicarnos en su erradicación es, pues, una misión urgente e ineludible.