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ENTRE BASTIDORES

Juana de Arco contra la globalización

Pese a sus carencias, la democracia nos lleva a pensar que podemos controlar un poco a los gobiernos. Y los gobiernos europeos gestionan entre un tercio y la mitad del PIB, por lo que la democracia, con todas sus limitaciones, nos hace creer que podemos incidir en el rumbo de la economía y, en consecuencia, de nuestro bienestar material.

Pero la globalización condiciona a las economías locales con una fuerza difícil de contrarrestar por los gobiernos locales. El ciudadano afectado por el crecimiento de la incertidumbre, de la desigualdad, de la inseguridad laboral y de la especulación, percibe que el mercado global y los grandes poderes financieros hacen lo que quieren porque controlan todas las palancas.

Para decirlo de forma muy esquemática, esta anomalía recibe dos tipos de respuestas. Una considera que la globalización ha llegado para quedarse y que no tiene freno; por ello reclama el fortalecimiento de los mecanismos políticos internacionales, empezando por los europeos: ante la crisis de la Unión Europea, más Europa y más Unión. La otra respuesta es el repliegue dentro de las propias fronteras: si no la podemos controlar, debemos limitar el alcance de la globalización.

Europa no ha desmantelado sus estados, y la Unión es reversible; la reversión consiste en reducir el tamaño del mercado para que vuelva a coincidir con las fronteras del estado, este espacio del que conocemos los mecanismos. Europa, en cambio, nos parece lejana y descontrolada, y el mundo, no hay ni que decir.

Cuando la economía ha avanzado viento en popa, la globalización nos ha parecido una gran idea: vender nuestros productos en todas partes, comprar fácilmente productos del otro lado del mundo. Cuando ha llegado la crisis, la globalización ha pasado a ser vista como una amenaza. La libre circulación de bienes, personas y capitales la traducimos por competencia desleal, invasión de migrantes y control multinacional de las finanzas. Ha vuelto la desconfianza hacia todo lo que no conocemos ni controlamos, y la vieja convicción de que solos nos apañaríamos mejor. No es una situación exclusiva de Europa. Trump ha ganado explicando los obreros industriales que haría lo necesario para que los americanos compraran los productos de sus fábricas y no las importaciones asiáticas. Y que obligaría a los empresarios a invertir en nuevas fábricas en Estados Unidos y no en México. Esto es lo que ha prometido; lo que haga ya se irá viendo.

El brexit se explica porque los territorios industriales más empobrecidos de Inglaterra han creído que sus males provenían de la lejana Europa, la que no se preocupa de los británicos sino sólo de los alemanes. El leave se impuso en los distritos industriales en decadencia y fracasó en Londres, donde la principal actividad son unos servicios en gran parte exportados a todo el mundo, empezando por los financieros de la City. Londres no quiere que se cierren fronteras, pero las ciudades industriales en crisis quieren volver a los viejos tiempos, cuando todo quedaba en casa. O eso les parecía.

Llegan ahora las elecciones presidenciales francesas y Europa aguanta la respiración. No es sólo Marine Le Pen; también el izquierdista Jean-Luc Mélenchon hace un planteamiento de "nosotros solos". Le Pen se encomienda a Juana de Arco y a la nación francesa, y Mélenchon a la república de los ciudadanos, pero ambos apelan al pueblo francés y a su derecho al pleno ejercicio de la soberanía, sin imposiciones ni de otras naciones, ni de las finanzas globales. La gran mayoría de los votos que reciban no se explicarán por racismo o por bolivarismo, sino por soberanismo.

"Quedémonos en Europa, que fuera hace frío" es una idea fácil de entender en España, que siempre ha visto a Europa como el paraíso prometido (y vetado hasta que ya llevaba una década de democracia). Pero estados fundadores, como el francés o el italiano, o que se han hecho de rogar, como el británico, lo miran de otra manera. Ya eran grandes antes del Tratado de Roma. La idea de volver atrás no causa el estallido de pánico que provocaría entre nosotros, y la propuesta de arrebatar el poder a unos burócratas y a unos financieros lejanos para devolverlo a la gente de casa parece muy atractiva.

O un gobierno mundial para una economía mundial, o cortar las alas de la globalización para ajustar la economía al ámbito de los gobiernos realmente existentes. La primera opción no parece factible a corto plazo, y por ello la crisis está llevando a tanta gente a suscribir la segunda proposición.

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