Susana Díaz y Pedro Sánchez pueden morderse en la yugular mutuamente y extraerse la mala sangre que acumulan. A los debatientes, por tanto, les cabe una medalla: mostrar un autocontrol, "una finura", como dice Rajoy, contraria a los hijos de la ira, que es lo inverso a la racionalidad, a la contención, a la llamada de la raza, a la ruralidad que estalla en violencia por el crujido de una hierba. Si les digo la verdad, a uno le apasiona más la descomposición ordenada, casi en directo, metódica y llena de metáforas, que la que aparece impulsada por una energía sobrehumana. Con un Patxi López deseoso de borrar con gasolina todo lo que ocurre a su alrededor, asistimos ayer al penúltimo acto de un proceso que trata de dar luz al PSOE futurible, quizás hasta con su desaparición, o quizás con astillas aprovechables para levantar un socialismo ahistórico: después de entubar a Marx hasta morir queda ahora... Claro, nadie sabe bien qué hay en el horizonte, ni qué cenizas habrá que aspirar después de las Primarias, ni si todo volverá a ser igual. ¿O bien es el preludio de algo que se deshace, que se achica, que se desmorona? Tampoco se sabe bien si entre rivales tan engrasados existe conciencia exacta de que ellos manejan la Caterpillar, y que el día después de la votación uno de los dos va a estar en disposición de echar tierra con la pala sobre una época. Y puede ser en sentido contrario: abrir más el agujero, meter piedras y cimentar mejor la herencia socialista. A la espera del desenlace, lo bello está en que se odian, que llevan un carrito de la compra fletado de rencores, pero se ve que no están dispuestos a tirar de sus respectivas piltrafas. Se succionan uno al otro sus cuellos con la débil fuerza de los que no saben qué fenómenos se les avecinan, quién tendrá que tocar al final en la puerta del otro. Incluso hasta para pedirle que se quede.
