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La fatiga del horror islámico

La repetición elimina el sentido de la proporción. El Reino Unido sufre su atentado más mortífero en una década, islamista en ambos casos, pero hay diferencias entre la acogida mundial de Mánchester 17 y de Londres 05. Aun considerando las constricciones horarias, ni las portadas de la prensa londinense se destinaron íntegras ayer a la matanza del concierto de Ariana Grande.

Del mismo modo que se ha documentado una "fatiga de la compasión", que debilita el sentimiento humanitario por la proliferación de causas solidarias, Mánchester refleja una incipiente "fatiga del horror" islámico. Después del 11S, se predicaba que la pregunta no era si habría un segundo atentado masivo, sino cuándo se perpetraría. Esta incógnita del calendario también ha sido resuelta en la ecuación del terror. Occidente se mueve al ritmo de una matanza quincenal, que tiende a semanal. Las restricciones en aras de la seguridad no han alterado la periodicidad.

El único factor a determinar en la cadencia terrorista es dónde se producirá el próximo atentado. Sin dejarse arrastrar por las teorías conspirativas de un cerebro o mastermind que espolvorea el planeta de bombas, la matanza de Mánchester significa un ataque frontal contra el mercado adolescente. Los fanáticos religiosos advierten en los ídolos juveniles el inicio de la desviación de las costumbres, que debe lavarse con la muerte violenta. Por primera vez, Isis ataca masivamente en Europa a niños, a quienes denomina "cruzados".

El atentado suicida ha entrado a formar parte del paisaje de las grandes ciudades. Richard A. Clarke, el zar antiterrorista de Bush hijo que advirtió a la Casa Blanca sobre el peligro de Al Qaeda antes del 11S, fue el primero en detallar un futuro en que cada visita al centro comercial o al espectáculo de masas se vería marcada por la incertidumbre de una bomba. Se le acusó de atizar un pánico injustificado. Durante años, se le afeó que sus predicciones se habían incumplido. En realidad no se equivocó, solo se anticipó a la actualidad.

El guerrero religioso que se inmola en medio de la multitud ociosa es noticia, pero menos. Los analistas simétricos, que se lamentaban de que las carnicerías en Kabul o Bagdad pasaran desapercibidas, pueden darse por satisfechos. Se ha producido una igualación del impacto terrorista a la baja. La atención mundial se desvanece con rapidez, ha de tomar carrerilla para el próximo atentado. El miedo se va convirtiendo en el prota-gonista único de las grandes congregaciones, desde el encuentro futbolístico a la procesión de Semana Santa. La pérdida de influencia de los ídolos del rock se corresponde con el desplazamiento de la atención morbosa desde el escenario hacia el público.

La fatiga del horror se extiende a las reacciones oficiales. Se deberían prohibir los famélicos comunicados de los gobernantes del planeta, de una hipocresía calculada que Twitter ha acentuado. En su afán por no decir nada, los políticos se muestran cristalinos, como Trump llamando "perdedores" a los terroristas. El que cuente la verdad sobre la ola de atentados que sacude Europa, será acusado de islamofobia.

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