Ya lo apuntaba Oscar Wilde a finales del siglo XIX con una frase, sin embargo, todavía ingenua: "Hoy en día la gente sabe el precio de todo e ignora el valor de nada". Hace unos días se vendió en Nueva York un cuadro de Jean-Michel Basquiat por 110 millones de dólares. La pregunta sobre si el cuadro vale ese dineral es perfectamente inconveniente. El precio de una obra de arte -de lo que quizás por comodidad puede ser llamado aún obra de arte- se ha independizado absolutamente de un valor cuya frágil naturaleza se asentaba en la tradición, en la crítica, en la academia o su influencia o reverberación en obras posteriores. Obsérvese el cuadro de Basquiat. No es desagradable ni es una torpeza. Desde luego, es algo más que ese medio vaso de agua que un sujeto llamado Wilfredo Prieto presentó en ARCO hace un par de años bajo el título Medio vaso de agua. Desde cierto punto de vista el valor del cuadro es, precisamente, el precio exorbitante que ha conseguido en la subasta, y nada más. El estúpido pero muy activo y lucrativo mercado internacional del arte crea libremente sus propias condiciones y se somete lacayunamente a las mismas. No destruye o prostituye ninguna preciosa esencia creadora: atiende la implosión de una actividad artística siempre moribunda pero que nunca termina de morir vampirizando su pasado y ofreciendo teoría y pronunciamientos y ocurrencias sobre el arte sobre como si fuera arte mismo. Hasta la ausencia del arte se pretende presentar -¿y cómo no van a conseguirlo?- como una forma artística.

El mercado del arte es lo más parecido al arte que existe actualmente. Desde hace décadas sabe perfectamente que los cuadros, las esculturas, las instalaciones no expresan ya nada ni guardan relación alguna con lo que Walter Benjamin aludía como aura: solo designan contextos y relaciones. En el caso de Basquiat lo designado es cierto talento plástico, su muerte en plena juventud montado sobre el deleitoso caballo, la inevitable escasez de su obra. Aunque solo pueda hablarse en hipótesis, se antoja inverosímil que si continuara vivo y pintando laboriosa y enérgicamente sus cuadros lograran precios tan fabulosos. Su maestro, Andy Warhol -¿qué se puede esperar de quien tiene a Warhol como maestro?- adivinó que solo como broma podía admitirse la pervivencia del arte, un cadáver pútrido que no podía negarse a un sobajeo indecoroso, pero económicamente fructífero. Warhol descubrió que descubrir un estilo artístico -en su caso un ingenioso modo de vender y de venderse- era exactamente como montar una empresa, y que apoderarse para los fines de su marca de la reproductibilidad mecánica de los objetos artísticos del siglo XX era una operación tan lícita como provechosa. Es el artista por excelencia del fin del arte pero Basquiat nunca lo entendió así. Se lo tomó en serio. Y se tomó en serio a sí mismo. Creía que realmente era un artista excepcional con un talento desbordante. Esa creencia íntima -repetida ahora hasta un cansino delirio por críticos y reseñistas- también forma parte del signo de su obra y por tanto de su precio. Basquiat viene a demostrar que en el mercado artístico ya no se adquiere belleza, sino la oportunidad de disfrutar una experiencia previamente definida, limitada, catacterizada. Exactamente como ocurre en la política, en la que compras con tu voto una emoción debidamente registrada. El arrepentimiento posterior también se incluye en el precio.