Cierro los ojos y vuelvo atrás; y todo lo que recuerdo del Lanzarote de hace cuatro décadas, cuando escuché a Ico cantando por primera vez en un restaurante de una terraza de la Tiñosa, está impreso en technicolor; tonalidades Polaroid que ahora son vahídas, asustadas por un tiempo que convierte aquel blanco de cal que soñara Manrique en una nostalgia vestida en ocre.

La isla era, nada más dejar atrás Arrecife, un paraíso de lava, humildes vides y palmas entreverado por escuetas carreteras que parecían pedir permiso para adentrarse en aquel paisaje lunar amante del relente de las noches. En aquellos años donde Ico se hizo cantador de alante, en lo que Caballero Bonald dio en llamar la cultura de la sangre, la tierra aún sonaba a canto; y en cualquier recodo de aquellos caminos aparecían humildes figuras que humanizaban, como en una postal, el horizonte y sus orillas: una mujer enlutada, llevando sobre su testa una lata de agua; un niño corriendo detrás de una destentada rueda; un camélido retozando en una gavia.

Arrocha no era de esos cantadores que no sabían leer. Los letrados -advertía siempre el Agujetas- "pierden la pronunciación"; porque algo de eso había en el río de la tradición cuando aún era libre y anónima. El estiramiento de las tesituras, las texturas de aquellas cimas cantoras y el humilde calacimbre de cuerdas que seguían a aquellas voces de los años negros de la cenicienta del agua que fue Lanzarote, tuvo cultores y maestros de los que Arrocha fue silente aprendiz hasta que aquellos fenecieron. Pero había una astucia en nuestro cantor que le hacía sentirse cerca de aquellos dioses desconocidos de la ancestralidad.

Las escuelas de la Ajei y la Guadarfía, del molinero Gil, de los mágicos saltos en malagueñas de Lero de León, de los Ranchos de San Bartolomé y su rítmico ritual de panderos y espadas fueron un legado de asombrosa fecundidad a los que el cantor de La Tiñosa no fue ajeno. Si el acento estilístico de su canto nació en los territorios de aquel arcano, la prístina pureza de su voz nos llevaba a la emoción que muy pocas veces se produce en el mundo del bel canto. Esa convivencia entre una emisión vocal con aires de cultismo pero con honda esencialidad es muy rara de ver en un cantador de raíz; más aún cuando sabíamos que Arrocha practicó con gusto géneros populares de otros lugares - animando durante años cenas de turistas con el fin de ayudarse a construir su casa- que bien podían haber "socavado" aquella herencia que cristalizó en su garganta.

No fue el caso; se recuerda que en aquellos años de los ochenta, y aún en las siguientes dos décadas, Arrocha cimentó su popularidad, fuera de su isla natal, a la sombra de sus apariciones televisivas; pero ese ambiente, que en no pocas ocasiones derivó en egocéntrico y jugó con la tentación de patrimonializar los talentos de los verdaderos protagonistas de la tradición cantora de Canarias, tampoco le robó el alma.

El convenio común del amor de los isleños hacia Ico y sus talentos no solo estaba cimentado en sus capacidades canoras; su humildad congénita y su extraordinaria extroversión en la hora de interpretar -su alegría sonora, su gestual sonrisa- fueron también argumentos de querencia compartida en el viaje de su vida. Cuando falleció su hija Noelia en trágicas circunstancias, los amigos que le acompañamos supimos que el silencio se apoderaría para siempre del tesoro de su voz, aquella que durante años regaló al país, a Canarias.

El próximo 3 de Junio, en su pueblo natal y marinero, cerca de su orilla, muchos recordaremos en su honor los versos del poeta: "?que vivir no es más que hacer amigos/ que vivimos en ellos". Y pasearemos por la que será su calle, la que su municipio le dedicará, mientras cavilamos que hubiese pensado Federico Arrocha Hernández, que ejerciera de cartero en La Tiñosa, si hubiese te-nido que llevar una y mil cartas con su nombre - procedentes de cada rincón de sus islas y conteniendo un mar de agradecimientos-, a la casa de un cantador que tuvo por sobrenombre Ico. Tendremos entonces que cerrar los ojos y volver atrás.