Si hubiese que elegir a un escritor canario que representase la necesidad del insular de estar conectado con el mundo habría que recurrir, sin lugar a dudas, a Alonso Quesada. Nadie como el autor de Las Crónicas del Día y la Noche para hacernos saber lo importante que es para el canario verse desasistido en su afanes personales. En su caso, el reconocimiento por su carrera literaria y su dependencia -entre la admiración y el odio- frente a los ingleses que le pagaban el sueldo. Sirva esta referencia cultural para precisar que, lejos de esa orfandad quejosa del poeta, Canarias es ahora dueña de un importante acervo sobre cómo afrontar cualquier atisbo de aislamiento y, como consecuencia de ello, conoce las herramientas óptimas para conseguir los recursos suficientes para el desarrollo equilibrado del bienestar de sus ciudadanos. En este sentido, la celebración de el Día de Canarias el martes constituye un buen pretexto para reflexionar sobre las dificultades que entraña ser islas, y la complejidad que encierra establecer una estrategia política para que la insularidad sea sinónimo de un tratamiento diferenciado con respecto a otros territorios del Estado.

El 30 de mayo de 1983 se celebraba en Santa Cruz de Tenerife el primer pleno del Parlamento, reflejo del recién estrenado Estatuto de Autonomía, aprobado el 10 de agosto de 1982. La sesión de los diputados fundadores estaba más sobrada de sentido común y de olfato que de sabiduría democrática. Se trataba de trazar un modelo de convivencia armónica del Archipiélago canario, lejos de las antiguas disputas de organización territorial nutridas por el pleito insular en todas sus variantes. Las incertidumbres superaban a las certezas, pero aquellos diputados estaban convencidos, por un lado, de que la filosofía autonomista era la fórmula para atender a gracioseros, herreños, gomeros, majoreros, conejeros, grancanarios y tinerfeños. Por otro, tenían ante sí un horizonte tan optimista como el planteado por el artículo 138 de la Constitución española en lo que se refiere "a la realización efectiva del principio de solidaridad", y la atención en particular "a las circunstancias del hecho insular".

Grosso modo, este fue el sustrato de la filosofía que alimentó la búsqueda del llamado equilibrio regional y la concatenación de una serie de acontecimiento posteriores, como el reconocimiento del carácter ultraperiférico de Canarias en la UE hasta el progresivo traspaso de competencias estatales en materias como sanidad, carreteras, educación y cultura. Más de tres décadas después de aquel pleno del Parlamento, en modo alguno se han cerrado las exigencias solidarias que remarca la Carta Magna con respecto a la insularidad: sea el pacto que sea, en la legislatura nacional que sea, sea cual sea el voto canario del que depende la estabilidad del Gobierno nacional, el Ejecutivo regional y los partidos del Archipiélago con representación en el Congreso no tienen más remedio, año tras año, que demandar y negociar fondos que completen los ingresos propios. Y luego, en una operación de orfebrería, destinar a cada isla un presupuesto acorde, un reparto nada fácil a la vista de los desencuentros que se suelen originar entre las islas.

El orden del equilibrio y la estimulación de la solidaridad ha contribuido más al consenso que al disenso. El pleito universitario, por citar el conflicto más reciente, ha sido superado. Hay rescoldos de antiguas hogueras, pero que no llegan a adquirir el grado de modelo de convivencia. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que reine la colaboración para el desarrollo de programas regionales que pongan freno a los reinos de taifas, con decisiones estratégicas donde no se tiene en cuenta a Canarias como un todo.

La aplicación de una visión convergente por encima de las prioridades insularistas debe primar en cuestiones que no pueden ser soslayadas: sin ir más lejos, la colaboración interterritorial para paliar las altas cifras de paro juvenil, o bien el diseño sobre un desarrollo turístico -y en consecuencia urbanístico- que tenga en cuenta las prioridades regionales, y no sólo las que son de interés para el cabildo o ayuntamiento de turno. La consecución de ello, a la vista del camino recorrido en tan corto tiempo, no debe darse por imposible. El cantonalismo no es buen consejero para racionalizar el gasto y los medios disponibles.

El Estatuto de Autonomía, el Régimen Económico Fiscal (REF) y la ley electoral de Canarias son piezas singulares de la construcción del Archipiélago como autonomía. Las tres se encuentran en proceso de revisión, siempre desde las perspectivas sobre las que tanto hemos insistido: equilibrio, solidaridad, disminución de la dependencia externa... Tiene que ser así.

De otra manera colisionaría de lleno con las satisfacciones obtenidas por el modelo actual, que, sin ser perfecto, ha sido útil para gobernar lo que algún momento pudo parecer ingobernable. La experiencia ha demostrado todo lo contrario, dando al traste con un pesimismo que fue el mejor caldo de cultivo para el ejercicio de caciquismos que se enriquecieron con un paternalismo socioeconómico que devaluaba al canario.

El progreso hacia una Canarias más justa no debe cegarnos. El primer gobierno regional (1983-1987), socialista, realizó un esfuerzo tremendo por situar la cultura y la educación como ejes relevantes de su acción política. Se pueden poner matices de todos los colores al esfuerzo realizado por deseos partidistas, pero nadie puede negar que las carencias crónicas educativas fueron atacadas con un importante plan de creación de colegios públicos. Ir en pro de una mejor educación, reaccionar con tolerancia cero ante el fracaso escolar y educar para crear una sociedad más respetuosa con el otro constituye, si se quiere, un objetivo de cuya resolución o no depende la buena o mala capacidad del canario para afrontar el siglo XXI. Habrá quién considere que hay que poner el acento en otros fines, pero sólo hay que situar el foco sobre los sucesos de desestructuración que nos rodean para entender el porqué de tal empeño.

Resulta difícil imaginar cómo va a ser el Archipiélago y su sociedad dentro de cincuenta años. Una panorámica sobre los más de treinta y menos de cuarenta desde que se fundó la autonomía nos vale, en todo caso, para enfriar las visiones catastrofistas. El Día de Canarias no es sólo una efemérides política, folclórica o de galardones, sino que también debe transmitir la preocupación por un pasado remoto para alcanzar un mayor conocimiento de la identidad; necesita hacer hincapié en los acontecimientos que han dado lugar a este siglo XXI isleño, y no puede quedar atrás lo que está a punto de llegar. Tenemos que saber explicar Canarias. De ello depende en gran parte nuestro futuro, tanto para la obtención de recursos como para nuestro posicionamiento en los mercados. Lo contrario nos arrastra hacia un desarrollo precario, a desconocer cuáles son nuestras virtudes y limitaciones.