La Provincia - Diario de Las Palmas

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REFLEXIÓN

Adelante, siempre adelante

Ese es el estribillo de una de las obras más relevantes de un canario inmortal. Casi está uno por lanzarse a las calles de las principales ciudades del archipiélago y preguntar por quién fue su autor. Por desgracia, y mucho me lo temo, la respuesta sería indicativa de uno de los mayores males que acechan a la sociedad insular, el desprecio por el conocimiento. Cuando fuera de nuestras estrechas fronteras se advierte de que la ignorancia será el abismo de la desigualdad en el nuevo orden mundial, en Canarias, y así lo reflejan las estadísticas patrias y aun las internacionales, la situación es penosa. El problema es que todo lo que suponga esfuerzo está mal visto y peor considerado. En fin, los canarios estamos sometidos por una antigua fuerza, poderosa donde las haya, que ahoga el deseo de progreso.

El sentimiento de inferioridad que incapacita al isleño tiene una larga historia, tan larga como enorme es su peso sobre la idiosincrasia del insular. A menudo, me tropiezo con ella en el aula, dando testimonio de una herencia perversa, a ratos agazapada tras las palabras, y siempre injusta. El nacido en estas peñas del Atlántico, en principio, disfruta de iguales oportunidades que cualquier otro y, sin embargo, el alisio que nos brinda la bondad de un clima envidiable nos arroja a la melancolía y el desánimo. Un constante lamento, en lo personal, y un victimismo, en lo social, que casi son definitorios de nuestra forma de ser y de presentarnos ante el mundo. Sólo hay una manera de salir de esta espiral -qué curioso y qué revelador que Martín Chirino eligiera esta forma como un símbolo de una identidad colectiva-. El camino de la convicción, del talento y del trabajo bien hecho. De ningún modo, ceder a la apatía, al conformismo del "esto es lo que hay", que tanto escucho entre los compañeros de profesión y que se ve refrendado por la acción política. No, el mejor sendero que puede practicar el isleño es el de apostar fuerte por aquello que le hace grande, sobre todo por una esmerada educación, seguida de un espíritu de exigencia incansable. Lo demás vendrá por añadidura.

Don Antonio de Béthencourt, mi maestro, siempre me lo recordaba, aliñando el consejo con una anécdota tan suya como debería ser nuestra, de todos los canarios. En su época de juventud, cuando optaba a una ansiada plaza de profesor en la universidad, aprendió una lección que, ya digo, repetía hasta la saciedad en su años de jubilación. En aquellos momentos, dudaba de que un tribunal peninsular llegara a comprender y valorar lo que tenía que decir, de que su particu-lar acento insular fuera en perjuicio de sus esperanzas. Pronto se deshizo el nudo: apenas unos minutos comenzada su alocución, nadie reparaba en la identidad del hablante, sino en la relevancia de sus conocimientos. Fuera los miedos, fuera la autocomplacencia, que nos debilita y envilece, y demos la bienvenida al rigor y al talento, del que tenemos de sobra. Por él, siempre adelante. (A los impacientes: la frase aparece en la hermosa Marianela de Galdós).

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