Uno debe pensar que en el momento en que la anticorrupción y la corrupción se hacen carantoñas debe saltar una chispa, más o menos como cuando uno va a conectar la batería de un coche y se equivoca con el positivo y el negativo. En este país, sin embargo, Moix ha sido el cortafuegos para que el resto del sistema electrónico no se viese afectado por la equivocación de polos: el fiscal general del Estado, Maza, ni se ha perturbado, y el ministro de Justicia, Catalá, aún menos. Nos merecemos un retortijón de tripas y un malhumor de órdago, lo normal frente al engaño que debe sentir un ciudadano honrado al observar que el parapeto más alto contra la corrupción participaba del comportamiento de los corruptos. Hasta antes de la filtración de los Papeles de Panamá tener una cuenta corriente en un paraíso fiscal era algo normal en un nuevo grupo social de españoles. A algunos ya les venía en la misma aceptación de la herencia dejada por sus progenitores, como dice Moix que ha sido con la casona que heredó de sus padres junto a sus hermanos en Madrid. Todo esto demuestra que no es suficiente una declaración de bienes en el momento de acceder a un alto cargo, sino que es necesario un fenomenal equipo de sabuesos para conocer si existía algún vicio oculto. Resulta pecaminoso ver a todo un Rajoy, a su ministro de Justicia y al fiscal general del Estado defender el honor y la honra de su hombre al frente de la Fiscalía Anticorrupción, y luego tener que dar marcha atrás ante la evidencia de que el trigo limpio empezaba a llenarse de gorgojos. Pero la reacción o chispazo que se produce entre anticorrupción y corrupción debería ser todavía más estrepitosa. ¿Puede un alto funcionario público como un fiscal reconocer su posesión en un paraíso fiscal, y tras dimitir volver a su categoría en la judicatura como si no hubiese ocurrido nada? Pues parece que sí, que nada ni nadie le puede impedir subirse en el ascensor del Tribunal Supremo para reincorporarse a su destino anterior. La operaciones Púnica, Lezo o Gürtel y lo que se desprenda de las mismas es relevante para sanear la estabilidad democrática. Pero el caso Moix lo dobla en relevancia y consecuencias: de pronto nos hemos dado cuenta, de la manera más burda y nada sofisticada, que en España fallan más los contrapoderes que lo que pensábamos. Existían conjeturas sobre un chivatazo y sobre quién había sido el que se había ido de la lengua para salvarle el pellejo a Ignacio González, pero ahora además tenemos constancia que lo que tanto se rechazaba o se buscaba con avidez, dígase las cuentas en paraísos fiscales, se encontraba sustanciado en la misma figura del Fiscal Anticorrupción. Y la pregunta siguiente es: ¿se puede aceptar una responsabilidad de tanta trascendencia a sabiendas de que había un motivo más que suficiente para no hacerlo? No es delito, pero no es lo mismo que lo haga un tenista o un cantante a que la acción tenga como autor al mismísimo que tiene que vigilar a otros que lo han hecho. La pillada a Moix ha sido un verdadero estruendo a las estructuras de la democracia, un efecto no visto de igual manera, lamentablemente, por los que lo pusieron en su puesto. Creo que Montoro dijo que ningún evasor de capitales podía estar en un gobierno: ocurrió con Soria, ahora se repite con Moix... Tenemos que pensar ya en la responsabilidad de los que nombran para altos menesteres políticos con fiasco.