El miedo en sus múltiples variantes: viajar, subirse en un avión, el camión que atraviesa el centro, un coche que enfoca a un grupo de personas, la puñalada por la espalda, algo que puede venir del cielo, el golpe seco en el interior del garaje, un vecino de apariencia extraña... El terrorismo yihadista provoca el cierre hermético de un estadio por el pavor a un atentado aéreo, y llena de perros olfateadores los salones de los hoteles más lujosos del mundo a la búsqueda de explosivos. El terror tiene al azar como mejor aliado: se desconoce dónde van a actuar, cómo lo van a hacer, quién es el terrorista elegido para la acción. Miles de expertos buscan signos y señales en una selva de datos que tratan de establecer alguna previsión frente al caos. Uno está en la cola del aeropuerto y mira con ojos acuosos a los que facturan por si observa un gesto, un indicio de alarma. Estalla un petardo en una aglomeración y se produce un rodamiento humano, el deslizamiento de una masa alterada, psicótica, que huye sin mirar qué pisa, qué huesos se rompen bajo sus zapatos. El resultado son centenares de heridos. El terrorista no ha tenido necesidad de ejecutar una acción: sólo crear una atmósfera, infundir pánico, un escalofrío colectivo donde nadie mira a su espalda sino que huye despavorido. Una sociedad hiperconectada, colmada de bienes de consumo, muy satisfecha de su nivel material, pero totalmente poseída por un miedo medieval: algo tan lejano como las ciudades que se atrincheraban detrás de sus murallas frente a un enemigo que las invadía y que acababa con su civilización. Del contraste entre el alto nivel de progreso alcanzado y la brutalidad tribal y feroz que esparcen los ataques nace el miedo más elevado: nos miramos unos a otros dando por imposible lo que ocurre, lo que vemos, el ensañamiento. Ha sido en Londres.