Hoy la reacción de la sociedad frente a los políticos suele ser un misterio, y casi se da por sentado que suelen ocurrir distorsiones o cumplirse aspiraciones no previstas por la métrica sociológica. La moción de censura estridente de Podemos, bien cargadita de voladores contra la corrupción -por cierto, me gustó el calificativo de siniestro para Soria-, tiene ahora un segundo plato: cuál es la reacción de unos votantes que han vuelto a situar el soborno, el cohecho y la apropiación indebida en lo público como el principal problema de España. Uno puede parecer pesado con el tema; de hecho ya es el segundo día que dedico la columna a lo mismo. Pero la catarata de ayer de Irene Montero despellejando caso por caso, siendo políticamente desaforada (no ya incorrecta), es un buen banco de pruebas para conocer hasta qué punto aguanta la carrocería de Rajoy, o va a salir con alguna abolladura. La iniciativa de Pablo Iglesias recibió por parte del presidente y de Oramas un torrente de descalificaciones, dedicadas a resaltar la inutilidad del mecanismo y el afán de sus impulsores por obtener rentabilidad electoral. Igual su efecto no beneficia a Podemos y deja al PP con un pequeño roce, pero resulta ser un aperitivo suculento para C's, cuyo líder sube en valoración gota a gota, o bien para Pedro Sánchez, cuya victoria en las primarias ha acrecentado -gota a gota también- las expectativas de voto del PSOE. El nivel incandescente del discurso, tanto de un lado como de otro, suele atizar la modorra de un electorado que ve lo que quiere ver y que quiere lo que quiere: a Macron le funcionó en Francia la propuesta de una reordenación moral de la política gala. En España, Podemos, en efecto, ha ido como un poseso hacia la corrupción. Veremos a ver quién recoge los frutos no de una ficción, sino de algo que es hiperreal.
