La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

LA MIRADA FEMENINA

El cachorro

L a primera vez que me enfrenté a la muerte era tan pequeña que no recuerdo cuantos años tenía. Nos encontramos un gorrión agonizando en el suelo, se había caído de un árbol y me empeñé en llevarlo a casa para salvarle la vida. Recuerdo que mezclé agua con migas de pan, y al poco rato de darle el mejunje el gorrión se quedó completamente tieso. Tal vez lo de las migas de pan no fuera una gran idea. Pero la verdad es que no recuerdo casi nada. Sólo que a partir de entonces me dio por rescatar a todos los bichos con los que me encontraba, insectos de piscina incluidos.

La segunda vez que me topé con la muerte tenía siete u ocho años. Nuestra perra tuvo una camada de preciosos cachorritos pero uno de ellos nació más débil que el resto y no lograba mamar.

En aquel entonces acabábamos de mudarnos, y con el cambio de colegio me tocó ser la nueva de la clase. Tal vez por ello me vi reflejada en aquel cachorro que se movía con torpeza entre sus hermanos, mucho más espabilados y fuertes que él. A pesar de todos los esfuerzos imaginables el cachorrillo no logró succionar, y murió. Recuerdo cómo dejó de moverse, sin más. Lo cogí con una mano, era tan pequeñito, casi no pesaba y aún estaba tibio. Lo acaricié en un último intento por reanimarlo y al ver que no volvía en sí, lloré desconsoladamente. Recuerdo que era de noche y que le pedí a mi madre si podía llevarlo al colegio al día siguiente. No quería que lo tiraran a la basura. Necesitaba compartir mis sentimientos con mis compañeros y, tal vez, enterrarlo en la ladera que daba a una parte del patio. El colegio al que iba entonces estaba situado en pleno barranco, en el norte de la isla de Gran Canaria, en un lugar llamado Barranco Seco.

Aquella mañana enrollé el cuerpo ya frío del cachorrillo en una camiseta vieja, lo metí en una pequeña caja de cartón y lo llevé al colegio. A la hora del patio, algunos niños me rodearon para ver lo que había en aquella caja. Al ver aquel cuerpo inerte me miraron con extrañeza. ¿Cómo se te ocurre traer a un cachorro muerto al colegio? preguntaron con frialdad. Me sentí tan rechazada que pensé que había cometido una especie de sacrilegio, y me apresuré a deshacerme del cachorrillo. Cavé un surco en la tierra, en el mismo lugar que había imaginado, y enterré el cuerpo envuelto en la camiseta lo más rápido que pude. Luego volví a clase, y traté de olvidarme de todo aquel asunto. Pero algo quedó grabado en el interior de aquella niña que por primera vez, de forma consciente, se enfrentaba a la muerte; que hay cosas que es mejor no compartirlas porque deben vivirse en soledad, y, desde luego, los muertos de uno son sólo de uno.

Compartir el artículo

stats