Las bases del PSOE siempre fueron más de izquierdas que sus cuadros dirigentes. Pero hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los líderes socialistas sabían que era necesario conservar esa militancia a la que les ponía alzar el puño y susurrar La Internacional -nadie se la sabía entera- y atraer a las clases medias urbanas de este país, céntricas, centristas y centradas. En esa sana y exitosa bipolaridad se movía la organización socialista en los años ochenta y primera mitad de los noventa. Las sucesivas mayorías absolutas de Felipe González (1982, 1986, 1989) no se alimentaban de una mayoría social progresista, sino de la anuencia activa de esa mesocracia que toleraba la necesidad de reformas económicas y se beneficiaba del impulso de un modesto Estado de Bienestar, y en no menor medida, de la identificación entre la derecha reunificada por Fraga Iribarne con el franquismo, demasiado próximo. Si se prefiere el PSOE -que metabolizó su calidad de símbolo de la modernidad y la modernización del país - se nutrió durante más de una década de una confluencia electoral entre las clases medias urbanas y una clase obrera cada día menos definible. El éxito comenzó a desquebrajarse primero en las grandes ciudades; luego en la mayoría de las capitales de provincia. El voto socialista se ruralizó y llegó la decadencia electoral y el asombroso triunfo de la derecha. El PSOE jamás volvería a disfrutar de mayorías absolutas.

Cuando José Luis Rodríguez Zapatero ganó por la mínima el XXXV Congreso Federal venía con dos duros de reforma ideológica en el bolsillo que incluía a Philip Pettit, un aburrido politólogo irlandés defensor de una noción más amplia de ciudadanía y un neorepublicanismo consensual para vivir felices incluso con alopecia y comer perdices no transgénicas. Por supuesto, Rodríguez Zapatero se olvidó pronto de pequeñeces y, en un gesto automático en cualquier socialdemócrata, advirtió que volvía la izquierda. Cuando un socialdemócrata se siente débil tiene la urgente necesidad de declararse de izquierdas para que la Historia lo libre de todo mal. Porque el socialdemócrata -como las izquierdas en general-- está convencido de que la mayoría ciudadana es invariablemente de izquierda, y por eso mismo, en su fuero interno, siempre se descubre traicionándola. El izquierdismo de Rodríguez Zapatero adoptó así gestos muy currados, como aquel de sentarse en un desfile militar al paso de la bandera estadounidense. Junto a aumentar las becas o incrementar el presupuesto a los proyectos deI+D+I, su Gobierno creó beleños electorales como el chequé-bebé. Pero encalló en una crisis económica financiera internacional que descubrió las fragilidades y desequilibrios del crecimiento económico español de los veinticinco años anteriores y exterminó el crédito y las cajas de ahorro y llevó al país al borde de la intervención económica.

Pedro Sánchez, por supuesto, ha anunciado de nuevo que vuelve la izquierda. Este discurso hipotéticamente izquierdista consiste en concederles la razón a los militantes - arriba los pobres del mundo cantaban de nuevo funcionarios y abogados -- y poner a circular amuletos verbales que repararán cualquier situación, como eso de que España es una nación de naciones. Sánchez fue un producto del aparato del partido que creyó que podía apartarlo con la misma facilidad con la que lo colocó en la Secretaría General del PSOE. Ganó las primerias enarbolando el hartazgo de una feligresía cansada de fracaso y enjuagues pero, sobre todo, las ganó porque sus adversarios eran Susana Díaz -un endemismo del agotado régimen andaluz- y Patxi López -un sujeto fundamentalmente anodino. Ha ganado las primarias pero ahora quiere ganar en toda España y ha comenzado por Valencia. Los afiliados han querido regalarse unos meses, quizás un par de años, de ilusión. Pero tiene un precio. Y no saldrá barata.