Quinientos treinta y nueve años de existencia son ciertamente una cifra importante en el contexto histórico europeo, en una ciudad en medio del Atlántico con atribuciones y funciones político-administrativas, económicas y religiosas desde aquellos lejanos orígenes.

Porque en la festividad de San Juan Bautista que ahora celebramos, se conmemora aquel miércoles 24 de junio de 1478 en que se instaló el campamento que Juan Rejón levantó a las orillas del Guiniguada, desde cuyo epicentro se produjo la explosión y la vida ciudadana.

Rememorar una vez más la importante hazaña parece que ya no tiene otro interés que el del contenido histórico. Nos atrae más detenernos, para festejar la efemérides, preguntándonos, ¿qué ha sido de aquel magnifico núcleo que dio paso a la gran ciudad que hoy disfrutamos?

El Guiniguada, hoy sepultado por la torpeza política, fue en otro tiempo el emporio de la mayor riqueza de la incipiente ciudad. A lo largo de los años la población veía transcurrir su cauce con el mayor sosiego y tranquilidad, que dividido en dos brazos, las hileras corrían imparables hacia el mar. Esta debió de ser la razón de haberse elegido sus márgenes para la fundación del Real de Las Palmas, teniendo su núcleo en torno al altozano solar que hoy ocupa la ermita de San Antonio Abad.

El generoso y estratégico Guiniguada también dividía en dos la creada urbe: Vegueta al Sur, con catedral, nobleza, curia, huertos y molinos. Y al Norte, Triana, con conventos, comercio y todos los gremios artesanales. En ambos lados las fronteras con sus populares riscos de casas chatas colgadas en las montañas.

Así permaneció la ciudad durante varios siglos. Su crecimiento por aquellas centurias fue lento. Lo dice la estadística de Leonardo Torriani en 1590, cuando los habitantes del Real no pasaban de cuatro mil vecinos.

Al paso de los años se fueron poco a poco introduciendo las mejoras. El obispo Diego de Muro, inicia la gran catedral, el primer templo en la ruta del Atlántico; el gobernador Zurbarán se encarga de levantar el hermoso Ayuntamiento; surgieron los fueros y las ordenanzas de Melgarejo.

Con inteligencia y sentido común poco a poco se fue dotando a la ciudad de todos sus establecimientos administrativos, que alcanzaron, por la gran altura de sus servicios, el honroso titulo de capital del Archipiélago.

Un curioso dato siempre fue caracterizando a la ciudad que se iba formando, y era que crecía de espaldas al mar. Las casas mostraban sus fachadas hacia el interior de la urbe, nunca de cara a la espléndida bahía de sus playas. Fue el signo que marcaba el miedo a las invasiones de los temidos piratas que en diversas ocasiones sembraban el pavor entre el vecindario, y cuya máxima referencia se fecha en el verano de 1599, cuando el pirata holandés, Pieter van der Does, fue valerosamente derrotado.

Es, por tanto nuestra ciudad del Real de Las Palmas, la primera villa que entró en la historia de Europa catorce años antes que lo hiciera otro país del Nuevo Mundo. Hasta entonces no existía el continente americano cuando nuestra urbe comenzó a desarrollar su brillante ejecutoria. Y aunque lejos físicamente de la patria, olvidada en muchas ocasiones de ella, supo ir creando con muchos sacrificios espiritualidad y riqueza.

Así ha sido como los pequeños grupos de casas y recintos conventuales fueron dando paso a situar a la ciudad entre las grandes capitales españolas. De los añorados márgenes del Guiniguada la villa comenzó a expandirse. Las nuevas urbanizaciones ya no le dan la espalda al mar. Sus frontis buscan con avidez los hermosos paisajes de sus costas. Ya el mar dejó de ser un peligro de las visitas de aquellos enemigos de los que debíamos defendernos, ya que ahora el horizonte nos brinda que tengamos uno de los mejores puertos de Europa.

Con la felicitación a la urbe por sus cumplidos 539 aniversarios, también debemos de preguntarnos cuánto nos queda por hacer en esta ciudad cosmopolita abierta de par en par a las personas de todo el mundo. Del exterior hemos ido recibiendo diversas influencias, sin que por ello perdiésemos nuestras peculiaridades e idiosincrasia, marcadas por nuestro carácter de insularidad y de limitaciones geográficas, pero donde el bendito mar nos muestra cada día un horizonte lleno de promesas y esperanzas.

Me despido invocando nuevamente las márgenes del Guiniguada, de las que ya poco queda de estas partes de la vieja ciudad. Lo exiguo que van quedando de ellas hay que procurar salvarlas de los ataques del tiempo, del mal gusto, de las modas, de la ignorancia. Debemos de defenderlas con ahínco. Si trabajáramos todos por su conservación sería la mejor manera de conmemorar el acontecimiento de la fundación de nuestra querida ciudad.