La Transición no tiene como peor enemigo a Podemos ni a toda la ristra de confluencias que la consideran un acto de travestismo de los franquistas. El fasto por la celebración de los 40 años de las primeras elecciones democráticas ha desvelado una conspiración ajena a la técnicamente señalada (con Sánchez ahora como innovación). Se encuentra dentro de la propia fontanería de la Casa Real, que de un vainazo ha desinflado el protagonismo de Juan Carlos, el rey que eligió a Adolfo Suárez para mandar a la incineradora al búnker de los nostálgicos franquistas. Su aniquilación del protocolo ha sido de una crueldad enfática para un hombre en edad crepuscular al que se le niega, incluso, lo único que le quedaba y que ya es Historia, a no ser que se pretenda inventar otra. Lo más flipante de todo, o más literario, si se quiere, es que el discurso del Rey, su hijo, abundó en el papel trascendental de su padre para que las procelosas aguas de la dictadura no se desbordasen y fuesen a parar mansas hasta la celebración de las primeras elecciones. El citado una y otra vez recepcionó halagos y entrantes a través de la televisión, siempre asombrado de que no le hubiesen hecho ni un hueco en la tribuna de invitados. Allí estaban hasta las nietas de La Pasionaria. ¿Estamos ante el primer acontecimiento de su evaporación paulatina y concienzuda en el proceso inexorable de la defenestración de la Transición? Los reyes y las reinas, tengan o no un barniz nórdico, no comparten el brillo del sol con nadie. El mismo Juan Carlos no le dejó ni un rayo a su padre, o sea que estamos en una tradición que no ha cambiado pese a que los monarcas y sus estructuras cada vez chirrían más. Y por eso mismo no se entiende bien que Felipe VI encapsule el relato de su padre. No tiene que hacer otra cosa sino mostrarlo, sin que diga esta boca es mía.
