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crónicas galantes

Diputados que piensan en bloque

Lo mismo que te digo una cosa, te digo la otra", sostiene el famoso principio de Pazos que Manuel Manquiña popularizó en la película Airbag. A esta máxima acaban de recurrir los diputados del PSOE que, días después de votar a favor de cierto tratado comercial con Canadá, se lo han pensado mejor y ya no van a apoyarlo. Por asombroso que parezca, todos ellos han cambiado de opinión al mismo tiempo.

Sorprende que 85 representantes del pueblo puedan opinar una cosa y a continuación la contraria sin que se produzca disidencia alguna en tan armónico grupo. El acuerdo entre la UE y el Gobierno canadiense sigue siendo el mismo, desde luego. Lo que ha cambiado (aunque vuelve a ser el de antes) es el líder del Partido Socialista, al que no le gusta ese tratado. Lógicamente, ha dejado de gustarles también, y de inmediato, a todos los parlamentarios del partido.

Conversiones tan abruptas como esta no suelen producirse en aquellos países donde al diputado lo eligen directamente, con nombre y apellido, los votantes de su circunscripción. En el Reino Unido, pongamos por caso; o en los Estados Unidos de América: lugares en los que el partido no priva de su libre albedrío al representante electo por el pueblo.

Aquí se impone más bien el pensamiento colectivo. Los congresistas son elegidos en rebaño, dentro de una lista cerrada que elaboran los caciques de cada partido para luego presentársela ya cocinada al votante. Dada esa circunstancia, es natural que los parlamentarios cambien de opinión si cambia la del jefe. Y no digamos ya si llega un jefe nuevo.

La figura del diputado teledirigido y culiparlante no es exactamente un hallazgo de la democracia española, pero sí parece que ha alcanzado aquí su más alto grado de esplendor.

Lejos del congresista la funesta manía de pensar por su cuenta: y menos sobre asuntos tan abstrusos como un Tratado de Libre Comercio Euro-canadiense que exigió siete años de negociaciones. Al representante del pueblo (y sobre todo, del jefe) se le ahorran esas fatigas sin más que atender al diputado de los recados que indica con uno, dos o tres dedos cómo ha de votar todo el grupo.

La fórmula la practican imparcialmente los conservadores, los socialdemócratas, los nacionalistas y los diputados de la nueva vieja izquierda. Todos ellos votan a toque de silbato, si bien es cierto que en ocasiones -muy raras- ha sucedido que algunos congresistas se desmarcasen de las órdenes cursadas por la superioridad.

Si acaso, los diputados del PSOE han perfeccionado esa costumbre dotándola de flexibilidad. Es así cómo, tras votar en el Parlamento europeo a favor del acuerdo euro-canadiense y de refrendar ese apoyo en una comisión del Congreso, ahora anuncian -por boca de su nuevo/viejo líder Pedro Sánchez- que se van a abstener en la votación definitiva del pleno. E igualmente hubieran cambiado de parecer en bloque si les exigiesen votar en contra. Lo mismo que opinan una cosa, opinan la contraria; que en eso consiste precisamente la libertad de pensamiento.

Sorprende, a lo sumo, la capacidad de 85 cabezas para pensar lo mismo de un asunto y cambiar todas juntas de idea apenas unas semanas después. Pero es no más que uno de los muchos milagros que propicia la ley electoral en España.

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