Vaya usted a saber qué razón sideral le ha llevado a Gil Tamayo a comparar un registro de bienes de la Iglesia con una desamortización encubierta. Así se despachaba ayer el portavoz de la Conferencia Episcopal con respecto al runrún de un inventario para conocer públicamente las inmatriculaciones cuantiosas realizadas por el reino de Dios en la tierra hasta 2013, al amparo de una legislación que consagraba la palabra eclesiástica como prueba fehaciente y eminente para registrar una propiedad a su nombre. Esta facultad divina ha dado sus frutos junto a un crecimiento patrimonial inmobiliario proveniente de donaciones por testamento. La Iglesia, por tanto, es a fecha de hoy un gran propietario, un terrateniente rural, gestor de garajes, apartamentos, pisos y hasta de la Mezquita de Córdoba. A la par, y como consecuencia de tanta abundancia -nunca codicia- tiene abiertos pleitos judiciales en muchos puntos del mapa nacional por su arte para quedarse con bienes que se consideraban del común. Visto el espectro es comprensible que Gil Tamayo acuda al espantajo de la desamortización española -empezó en el XVII y siguió hasta el XX- . Los ilustrados españoles, rama liberal, hicieron de la expropiación de las propiedades eclesiásticas una pieza angular de su programa de reformas. La subasta de los mismos no sólo rebajó la deuda pública, sino que contribuyó al fomento de la burguesía y de una nueva clase de emprendedores agrícolas. Los reaccionarios, por su parte, sólo vieron en la desamortización un enriquecimiento para los que en el momento tenían cash, y poseían información privilegiada para posicionarse en la consiguiente subasta. Me parece de un alarmismo desaforado el temor de Gil Tamayo. Quizás lo mejor es que demuestren cómo convierten su predio patrimonial en acción social, en ayuda a los necesitados.
